"Tutti i miei pensier parlan d’amore (Todos mis pensamientos hablan de Amor)". Vita Nuova. Dante Alighieri.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Nuevo libro de Enrique Martinez Lozano

Uno de los escritores actuales más interesantes para conocer el nuevo paradigma teológico cristiano ( y casi diría que el nuevo paradigma cultural) es Martinez Lozano, tengo la suerte de conocerlo personalemente y considero que es una persona lúcida, íntegra, un verdadero buscador, así que el nuevo libro puede ser realmente interesante.
El título del libro es: "La Botella en el Océano" y lo publica Desclee de Brouwer. aquí os dejo un anticipo de su índice y la introducción. Que lo disfrutéis.
LA BOTELLA EN EL OCÉANO

DE LA INTOLERANCIA RELIGIOSA A LA LIBERACIÓN ESPIRITUAL

A Jesús de Nazaret, víctima de la intolerancia religiosa.

El ser humano es como un poco de agua dentro de una botella, a la deriva en un océano infinito… ¿Qué pasaría si lográramos romper la prisión de la botella?

Fotografía de la portada: Joaquín Medina

ÍNDICE


Introducción


1. La intolerancia religiosa
La intolerancia que nos acecha: Necesidad de seguridad y descalificación del otro
Intolerancia y religión. Aproximación inicial
¿Cómo funciona la intolerancia religiosa?
Un triple efecto boomerang
Un caso paradigmático: Jesús, víctima de la intolerancia religiosa
Pero, ¿de dónde nace? Raíces de la intolerancia religiosa. Cuatro perspectivas


2. Para salir de la intolerancia. Un trabajo en cuatro direcciones
Nivel psicológico
Nivel “cultural”
Nivel religioso
Nivel espiritual


3. Más allá del teísmo y del prejuicio materialista
Teísmo, religión, espiritualidad
Teísmo e intolerancia religiosa: la fe como creencia en un dios separado
La crisis del teísmo: un triple cuestionamiento
Ni absolutismo ni relativismo. Superar la “ansiedad cartesiana” para crecer en tolerancia y humanidad (espiritualidad)
Resistencias modernas a la espiritualidad


4. Espiritualidad como liberación y plenitud
La dinámica interna de la creencia
Qué es la espiritualidad
La cuestión del yo
La espiritualidad y el yo: el camino de la ab-negación
El camino del silenciamiento: modos de trascender el yo
Trascender el modelo cartesiano: del enfrentamiento a la integración
Ver la realidad desde el horizonte espiritual


Conclusión. La botella en el océano, o la evolución de la conciencia
Religión y espiritualidad
¿Por qué estamos donde estamos? La evolución de la conciencia


Introducción

La creencia no es la Verdad, como la miel no es el dulzor.


Somos herederos de un pasado en el que “espiritualidad” y “religión” se vivían fundidas y confundidas. La religión era –en muchos lugares del mundo, es- una institución tan poderosa que terminó acaparando y controlando todo lo espiritual. El motivo es simple: había constituido el vehículo transportador, la forma histórica en la que aparecía condensada la dimensión espiritual del ser humano. Lo que ocurrió, finalmente, fue que esa forma acabó apropiándose del contenido.

Este proceso produjo, inevitablemente, serias consecuencias, entre las que es necesario destacar dos, que llegan hasta nosotros: la absolutización de la religión y la generación consiguiente de un extendido clima de recelo, cuando no de hostilidad y rechazo, hacia todo lo que sonara a espiritualidad.

La absolutización de la religión no es difícil de entender. Al definirse a sí misma por su referencia a lo divino, se ha presentado como una realidad perteneciente a aquel mismo ámbito absoluto de la divinidad: era, como dios, intocable. De ese modo, se dotaba de un “manto sagrado”, con el que parecía quedar a salvo de cualquier crítica. Y se sentaban las bases de su potencial peligrosidad: quien discrepaba de ella, atraía sobre sí la condena y el castigo de los dioses, que sus propios fieles se encargaban de materializar.

Pues bien, a partir de aquella absolutización, se produce toda una serie de reacciones encadenadas, que me limito a enumerar. Para empezar, la intolerancia. Parece claro que todo lo que se absolutiza reclama para sí exclusividad ya que, por definición, no puede existir más que un absoluto. La consecuencia inevitable había de ser la condena de todo aquél que negara su carácter exclusivo y de quien discrepara de sus formulaciones. Por tanto, siempre que la religión se ha autocomprendido de ese modo, no le ha quedado más salida que la intransigencia y la intolerancia, con todo lo que de ahí se deriva.

Y algo que se deriva de ello es recelo y hostilidad. Todo lo que se absolutiza, adoptando además modos impositivos, suele terminar provocando rechazo y, dada aquella identificación de la que hablaba más arriba, el repudio de lo religioso incluyó con frecuencia a todo lo espiritual.

Con ello, a partir de la Ilustración, por más que el recelo hacia la institución religiosa estuviera justificado, se fue generalizando un empobrecimiento de lo humano, como consecuencia de la negación (práctica) de la dimensión espiritual de la realidad. A ello me referiré más adelante.

Por su parte, al sentirse hostigada, la religión tiende a encerrarse cada vez más, en un (inconsciente) mecanismo de autoprotección, hecho a partes iguales de beligerancia y de victimismo. El resultado es doble: crece la desconfianza hacia ella y corre el peligro de convertirse en un gueto.

¿Cómo salir de este laberinto? El camino pasa por la lucidez, que nos permita nombrar las cosas ajustadamente, comprender las causas y, de ese modo, atisbar el porvenir.

Hoy somos conscientes de que la religión es una construcción humana, a través de la cual, en el mejor de los casos, se ha buscado canalizar todo aquello que tiene que ver con la dimensión espiritual de la realidad.

Como tal, siempre ha sido deudora del marco cultural en el que ha aparecido y, más ampliamente, del nivel de conciencia en que los humanos se encontraban. Por eso, cuando se ha querido absolutizar, ha olvidado que era una construcción relativa, siempre sometida a discernimiento y, en no pocos casos, se ha pervertido.

La espiritualidad, sin embargo, hace referencia a la dimensión de profundidad de todo lo real. Más exactamente, al Misterio que Somos y Es. Donde “misterio” no se asocia a enigma, problema, oscuridad, al margen de la vida…, sino justamente a todo lo contrario. Misterio es nuestra realidad más honda, aquello que da razón de lo que es y que, aunque inefable para nuestros labios e inasible para nuestra mente, es lo que hace que nuestros labios hablen y que nuestra mente piense. Aquello que, sin ser tangible, asoma constantemente por todos los ángulos de la realidad.

Desde la belleza de un paisaje hasta la sonrisa de un niño, desde el silencio elocuente de la naturaleza hasta la experiencia de unidad con todo, desde la alegría al enamoramiento, desde la ternura hasta la plenitud…, todo aquello que despierta en nosotros sobrecogimiento, asombro, admiración, impulso, descanso, paz, ensanchamiento, vitalidad, gratitud, amor, alegría, comunión, silencio… nos habla del Misterio; y a todo ello remite la espiritualidad.

La palabra misterio proviene del verbo griego “myein”: cerrar los ojos y la boca. Porque eso es precisamente lo que produce el misterio en nosotros. Es la realidad luminosa –quizás mejor, el aspecto luminoso de la realidad- que nos deslumbra; ante ella, nos quedamos ciegos y mudos, sobrecogidos. Como ante un abismo de luz que nunca terminaremos de abarcar. Somos en ese abismo y estamos hechos de él, pero es infinitamente más de lo que nuestra mente es capaz de percibir.

Es cierto que el sufrimiento psíquico –el dolor no elaborado-, con sus secuelas de amargura y resentimiento, al replegarnos sobre nosotros mismos, suele endurecernos y blindarnos ante el Misterio. Podemos llegar a perder nuestra capacidad de asombro, admiración y gratitud, apareciendo, en su lugar, la rutina, el tedio y el vacío.

Pero también un determinado “humus” cultural llega a producir efectos similares. Es lo que ocurre cuando la persona crece en un ambiente en el que sólo se atribuye estatus de realidad a lo que se puede tocar. Es el empobrecimiento radical de lo humano: se ignora el Misterio y, en su lugar, aparece el mundo chato. Sólo queda una realidad “aburrida, muda, inodora e incolora, el simple despliegue interminable y absurdo de lo material” (A. Whitehead).

Ambos factores –el sufrimiento psíquico o emocional y ese concreto humus cultural- contribuyen a encerrar a la persona en la más estrecha cárcel egoica que podamos imaginar. Para salir de ella, se requerirá, pues, un doble trabajo: elaborar (curar) el sufrimiento pendiente y desenmascarar, desde la propia experiencia, la falsedad de aquella visión chata de la realidad.

En este trabajo quiero ceñirme al segundo de esos puntos. Porque me produce tristeza constatar el empobrecimiento y la ignorancia a los que nos “condena” nuestro prevalente marco cultural. Particularmente, cuando me fijo en los niños. ¿Cómo podemos privarlos de aquella dimensión –la que nos permite acceder a nuestra identidad de fondo- que es, justamente, la que da sentido y vida a todas las demás?

Frente a esta constatación, me parece claro que, para crecer en humanidad, para salir de la prisión reduccionista en la que nos hemos encerrado y disfrutar de la luz de la libertad, necesitamos crecer en espiritualidad[1]. Ello implica tres cosas: denunciar el prejuicio –“culturalmente correcto”, pero radicalmente inhumano- que reduce lo real a lo tangible; comprender cómo hemos llegado a esta situación; y (ayudar a) experimentar la dimensión de Misterio o, por decirlo de otra forma, la liberación espiritual a la que –sabiéndolo o no- nuestro ser nos impulsa. Son tres cuestiones que, como motivación de fondo, se hallan en el origen de este texto, y que, humildemente, el presente libro quiere afrontar.

Y lo hago, usando, como puerta de entrada, la grave cuestión de la intolerancia religiosa. El análisis de sus causas, desde las diferentes perspectivas que la explican (capítulo 1), habrá de dar luz sobre el trabajo necesario para superarla (capítulo 2). Dado que, históricamente, parece incontestable que la intolerancia ha anidado más en las religiones teístas, afrontaremos la debatida cuestión del teísmo (capítulo 3), para proponer que nos encaminamos hacia su superación, aunque ello no significa admitir el prejuicio materialista que nos empobrece. Y terminaremos, finalmente, fijando nuestra atención en el Horizonte hacia el que originariamente todas las religiones apuntaban: la vivencia de la liberación espiritual (capítulo 4).

Será éste último el capítulo más amplio, porque aborda la cuestión que más nos interesa: la espiritualidad como liberación y plenitud. ¿Qué es la espiritualidad? ¿Qué espacio ocupa en la vivencia y el despliegue de lo humano? ¿Qué relación guarda con el yo y con el proceso de evolución de la conciencia? ¿Qué secreto encierra? ¿Cuál es la práctica apropiada para acceder a su riqueza? ¿Cómo ejercitarnos, concretamente, en ella? ¿Cómo percibimos, desde ahí, la realidad? ¿Cómo se modifica nuestro modo de ver y nuestro modo de actuar?...

He ahí las cuestiones a las que trato de dar respuesta en ese extenso capítulo. Lo hago desde un convencimiento expreso, humilde pero experimentado: en lo profundo de nosotros mismos, estamos habitados y constituidos por el Misterio que quiere vivirse y expresarse en nuestra propia existencia. En lenguaje teísta, podría formularse de este modo: Dios quiere vivirse en cada uno y cada una de nosotros.

Lo hago, también, en forma de invitación gozosa a recorrer un camino, que nos permita salir de la estrecha prisión egoica de la botella que creemos ser, para dejarnos abrir y fluir en el océano que, realmente, somos. O, con más precisión, debería decir que no se trata de recorrer ningún camino que algún día nos condujera a algún lugar lejano todavía inaccesible. Se trata, más bien y sencillamente, de caer en la cuenta de lo que ya somos y siempre hemos sido. No hay que huir a un futuro idealizado que no existe, sino aprender a vivir y a permanecer en el presente atemporal, luminoso, pleno y liberador. El presente que, trascendiendo el tiempo y el espacio, se revela como Océano de vida y de unidad.

[1] Cada vez son más las voces que empiezan a hablar de la “inteligencia espiritual” –no monopolio de las religiones, sino patrimonio del ser humano-, como la que permite el crecimiento y la transformación en dirección a una mayor evolución de nuestro potencial humano. Gracias a ella, afrontamos y resolvemos problemas de sentido, planteando nuestras vidas y nuestros actos en un contexto más amplio, más rico y significativo: D. ZOHAR – I. MARSHALL, Inteligencia espiritual. La inteligencia que permite ser creativo, tener valores y fe, Plaza&Janés, Barcelona 2001.

1 comentario:

  1. Tiene razón, Enrique Martinez Lozano a la inteligencia racional y emocional, debemos de añadir la inteligencia espiritual
    Eso nos da la Trinidad Santa de las inteligencias.(positivo negativo y neutro,Yin Yan Tao, Ha Ta Yoga)
    Pero sigo sin entender al sacerdote, que sigue agarrado a una Iglesia Falsa, sabiéndolo que lo es.
    Y no entiendo que con una visión tan correcta de Dios, no abomine de los mitos y leyendas de la Institución, Vaticana.
    Un abrazo querido Jose Antonio.

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