«Otra democracia es posible. Para que ese mundo, malherido, desconcertado y todavía impenitentemente soñador, sea de verdad casa feliz de una Humanidad fraterna». Son palabras de Casaldáliga en la introducción a esta Agenda. Y añade: «la exigimos como un derecho fundamental de las personas y de los pueblos, en todas las latitudes». Pero ¿es legítima, y por tanto posible, también para la religión?
Con su voz humilde, y por humilde profética, él lo afirma con palabras que reconociendo los fallos, no renuncian a la audacia evangélica: «Para que la religión no sea un gran enemigo de la democracia, como con frecuencia lo ha sido y aún lo es, hasta Dios debe ser ‘democratizado’ de otro modo».
Dios, sí, sin duda alguna, porque Él es amor, y por tanto humildad y servicio. Ya san Juan de la Cruz, hablando del «alma», había osado decir que Dios «se sujeta a ella (…), como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor, y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!» (Cántico 27, 1).
Pero ¿también la Iglesia? ¿Puede la Iglesia ser democrática? Jesús de Nazaret, si tomamos en serio sus palabras limpias y concretas, contestó que sí, sin lugar a dudas: «Ya sabéis que los jefes de los pueblos tiranizan; y que los poderosos avasallan. Pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos. Quien quiera ser importante, que sirva a los otros, y quien quiera ser el primero, que sea el más servicial. Que también el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir, y entregar su vida en rescate por todos» (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27).
¿Puede alguien dudar honestamente de que aquí se está convocando al más radical y decidido espíritu democrático?
Es claro que la comunidad del Señor recibe el encargo de hacer presente este espíritu en el mundo. De suerte que, como si Jesús previese los duros límites y las fieras perversiones a que la democracia iba a estar siempre expuesta y a las que, por desgracia, sucumbiría tantas veces -repasad las quejas de Casaldáliga-, insta a la Iglesia a ser fermento crítico y testigo insobornable de esos valores. Pues de ellos se trata, en definitiva, no de formalismos definitorios.
¿Qué ha sucedido entonces para que se pueda seguir afirmando por muchos -por demasiados- que la Iglesia no es ni puede ser democrática?
No cabe negar que en esa negación ha influido la terrible dinámica del poder, que, desde los conflictos entre los mismos apóstoles y las rivalidades entre las primeras iglesias, hasta muchos funcionamientos eclesiásticos actuales, sigue contaminando nuestra percepción y tentando nuestro deseo de honestidad. Pero lo que le confiere fuerza y la protege con manto ideológico e incluso en apariencia piadoso, es una hermenéutica que, sin malicia de nadie, impidió y sigue impidiendo actualizar eficazmente el mandato de Jesús.
Una frase paulina ha tenido en esto una influencia decisiva: «No hay autoridad que no venga de Dios, y las que existen por Dios han sido constituidas» (Rm 13,1). Un literalismo bíblico y una concepción sacramental verticalista y «milagrosa» llevaron a una interpretación abstracta y extracomunitaria: en la Iglesia, a través de la imposición de manos, la autoridad caería vertical desde el cielo sobre el elegido, en puro descenso jerárquico. De ese modo, habría sólo dependencia «hacia arriba»: del sacerdote al obispo, del obispo al papa, y del papa… a Dios. La comunidad nada tendría que decir.
Así lo interpretaron, encantados, también los reyes y los emperadores: «El trono regio no es el trono de un hombre, sino el del mismo Dios». Esto lo escribió el nada menos que el cardenal Bossuet, aplicándolo al rey de Francia. Y Jacobo I de Inglaterra supo sacar las consecuencias: «el estado de la monarquía es la cosa suprema sobre la faz de la tierra, porque los reyes no son sólo lugartenientes de Dios sobre la tierra y se sientan sobre el trono de Dios, sino que aun el propio Dios les llama dioses». El paso siguiente era obvio: «no es lícito que se discuta lo que concierne al misterio -nótese la palabra, subrayada por mí- de la potestad regia, porque ello es vadear en la debilidad de los príncipes y quitar la reverencia mística que corresponde a quienes se sientan en el trono de Dios».
Seguramente desde la Iglesia nos asombra leer estas enormidades dichas de los reyes. Pero seríamos ingenuos, si no advirtiésemos que esa es exactamente la sensación de muchos que desde fuera leen hoy afirmaciones no tan desemejantes en ciertas eclesiologías respecto de la autoridad dentro de la Iglesia; en concreto, de la autoridad papal.
Y lo curioso es que respecto de los reyes, la sociedad civil, con los teólogos a la cabeza (Suárez, por ej., polemizando con Jacobo I), aprobados y apoyados por la jerarquía, comprendieron lo fundamental. A saber, que el hecho verdadero de que la autoridad viene de Dios, no excluye a la sociedad, sino que la incluye: viene de Dios, pero a través de la sociedad.
Pues bien, ya es hora de que, por estricta fidelidad al Evangelio, hagamos lo mismo en la Iglesia: la autoridad jerárquica viene de Dios, pero a través de la comunidad.
Por fortuna, el Vaticano II ha puesto ya la base fundamental, y por algo se ha hablado de «revolución copernicana». La Lumen Gentium, dando una vuelta de 180 grados al modelo preconciliar, asienta el «misterio de la Iglesia» (cap. I) en su carácter primero y radical de «pueblo de Dios» (cap. II), y sólo después, dentro ya de esa base común, estudia su «constitución jerárquica» (cap. III). Potencia así una «eclesiología de comunión» y deja patente que todos los ministerios nacen ya del seno de la Iglesia, que, en cuanto habitada y movida por el Espíritu, los hace surgir de sí al servicio de la realización de su ser y de su misión.
Yves Congar, fresco todavía el Concilio, escribió: «La expresión ‘pueblo de Dios’ encierra tal densidad, tal savia, que es imposible emplearla para designar esa realidad que es la Iglesia, sin que el pensamiento se vea envuelto en determinadas perspectivas. En cuanto al lugar asignado a este capítulo, es conocido el alcance doctrinal -con frecuencia decisivo- del orden puesto en las cuestiones y del lugar concedido a cada una de ellas. (...) Se ha seguido (...) la secuencia de Misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, Jerarquía. Así se colocaba como valor primero la cualidad de discípulo, la dignidad inherente a la existencia cristiana como tal o la realidad de una ontología de la gracia, y luego, en el interior de esa realidad, una estructura jerárquica de organización social». Ya se ve que hablar así, no cuestiona ni la eficacia sacramental ni, por supuesto, la constitución divina de la Iglesia. Se trata tan sólo de reinterpretar y reorganizar el modo su funcionamiento y ejercicio al servicio efectivo del Reino en la concretez de la historia humana.
Por eso tampoco tiene sentido una objeción muy extendida: la Iglesia, se dice, no es dueña de la verdad divina, que por tanto no puede ser «objeto de votación democrática». Pero no se trata de eso. Al contrario, justo porque la Iglesia no es dueña de la verdad, debe buscarla por todos los medios. E históricamente está demostrado que, con todas sus limitaciones, la búsqueda democrática es con mucho la más eficaz y la más libre de las manipulaciones -conscientes o inconscientes- del poder. Lejos, pues, de adueñarse de la verdad, la colaboración de toda la comunidad constituye la manera más verdadera y humilde de obediencia al Espíritu.
Realmente, cuando, más allá de las palabras se mira al espíritu y detrás de los juridicismos se piensa en los valores, se comprende que incluso las disquisiciones terminológicas carecen de valor. Si alguien sigue pensando que usar la palabra «democracia» respecto de la Iglesia, puede amenazar u oscurecer la confesión de su misterio, que busque en buena hora otros símbolos o conceptos. Pero nunca para rebajar la llamada de Jesús hacia los valores reales de humildad y servicio, de participación y derechos. Es decir, si se cambia la terminología, que no sea a la baja, aguando el Evangelio. El cambio sólo puede ser apostando a la alta: si no «democracia», entonces mucho más que democracia.
Que esta «otra democracia» en la Iglesia es posible, puede verse de modo intuitivo en una cita de Juan XXIII, hablando de la sociedad civil. Basta poner simplemente «Iglesia» en lugar de «nación» y «fieles» en lugar de «hombres», para ver la profunda legitimidad de una nueva visión: «del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los fieles no tengan derecho a elegir los gobernantes de la Iglesia, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático» (Pacem in Terris, 52).
No hace falta discurrir mucho para ver cuánto ganaría la Iglesia, en fidelidad al Señor y en servicio a la humanidad, si entre todos fuésemos logrando que se tome en serio y se ponga en práctica esta profunda verdad. Verdad sólo en apariencia innovadora, porque en la limpia transparencia de fondo se revela como puro Evangelio.
Andrés TORRES QUEIRUGA
No hay comentarios:
Publicar un comentario