La relación entre la izquierda y el cristianismo la he basado en la concepción de la política como reforma intelectual y moral y en el carácter público e intramundano de esta religión. Voy a abordar en este apartado algunas condiciones que deberían ser tenidas en cuenta para que esta relación se pudiera desarrollar respetando la especificidad y autonomía de la esfera política y de la esfera religiosa.
La política tiene una racionalidad específica y diferenciada de la religión. Convendría, pues, tener en cuenta aquella crítica formulada por Unamuno respecto a la degeneración de estas dos áreas de la vida social, cuando se refería a la práctica de la religión como política y de la política como religión. El encuentro entre ambas no puede llevar a la disolución de la una en la otra o al intercambio de identidades. Considero que es posible una relación dialéctica que respete la distintividad de cada área. Evidentemente, hay que precisar el tipo de apertura y de cierre respectivos para asegurar, a la vez, la autonomía y la relación.
Por lo que respecta a la izquierda, la apertura al cristianismo está asociada a la relevancia que le conceda a las culturas de sentido que tienen una dimensión política y moral y a las organizaciones e instituciones que trabajan en la sociedad civil. Esta apertura está también estrechamente unida a la importancia otorgada a la crítica ético-profética y al cultivo de la tensión fecundante entre racionalidad política, utopía y valores prepolíticos y metapolíticos. Todo ello implica un reconocimiento de los límites de la política como mera tecnología del poder, la necesidad de buscar un espíritu que guíe la acción política y un rechazo de aquellas concepciones que reducen el quehacer político a una mera gestión del orden social existente.
La apertura al cristianismo está también relacionada con el valor que otorgue la izquierda a la ética política íntima y al sistema personal de convicciones y motivaciones en la lucha por el socialismo. Esta es una cuestión relacionada con el mantenimiento y la realimentación de la inspiración matricial que dio lugar al nacimiento de la izquierda, una inspiración llena de aspiraciones morales y no sólo de reivindicaciones sociales.
La disposición de la izquierda para un encuentro fecundante con el cristianismo requiere un rechazo del laicismo como una forma perversa de fundamentalismo. Como podremos ver más adelante, este rechazo no disminuye, sino que refuerza la laicidad de una sociedad. La crítica del laicismo por parte de la izquierda está asociada a un reconocimiento de la pretensión pública del cristianismo como religión ético-profética e intramundana, según la acepción de Max Weber. ¿En qué consiste esta pretensión pública? En primer lugar, hay que tener en cuenta que toda religión intramundana no puede dejar de ser pública; desde esta premisa, la cuestión que hay que plantearse es si esta identidad es compatible o no con la laicidad de la política. El cristianismo pretende construir la historia desde unos determinados valores explicitados en los Evangelios, por eso no puede serle indiferente el tipo de configuración social, cultural y moral que adopta la sociedad. Esos valores evangélicos generan una determinada mentalidad y una visión de la realidad, inspiran cultura y prácticas sociales, se convierten en principios de crítica y discernimiento de todo tipo de acontecimientos y propuestas.
El cristianismo no tiene un modelo cerrado de sociedad, cultura, moral, política o economía, pero sí contiene valores muy concretos desde los cuales se puede construir o fecundar sociedades, culturas, éticas, políticas, sistemas económicos y estilos de vida afines a esos valores. De hecho, a lo largo de su ya muy dilatada historia, el cristianismo ha producido —para bien y para mal— prácticas sociales, culturas políticas, morales, valoraciones de la economía, modelos de sociedad, instituciones y organizaciones diversas, arte, etc. En cada época histórica, el cristianismo a través de personas, movimientos e instituciones busca la realización práctica de sus valores fundamentales. Por este motivo se resiste ante cualquier intento de reducirlo a una religión ritual o de la mera interioridad.
Esta pretensión pública del cristianismo ha sido reconocida por diversos partidos y organizaciones de izquierda que afirman explícitamente que esta religión es una de las bases en las que se inspiran. Estos partidos y organizaciones valoran la presencia pública de las iglesias y movimientos cristianos y están abiertos a sus propuestas, demandas y críticas; de hecho, los han convertido en interlocutores sociales naturales en su acción política. Del mismo modo que tienen una política hacia otros sectores de la sociedad civil (ecologistas, feministas, asociaciones de vecinos, instituciones culturales, ONG, etc.), realizan una política específica con el mundo cristiano para aprender de sus prácticas, su cultura y sus demandas. Ciertamente, ésta no es la actitud de toda la izquierda, pues hay partidos y organizaciones de este signo ideológico y político que niegan la pretensión pública del cristianismo y optan por una estrategia de privatización de esta religión, favoreciendo su marginación y silenciamiento. Esta práctica impide la relación entre izquierda y cristianismo más allá de la pugna institucional entre Iglesia y Estado.
El rechazo del fundamentalismo religioso
relación correcta del cristianismo con la política pasa por el rechazo del confesionalismo político como una forma perversa de fundamentalismo. Esto significa que es necesario reforzar permanentemente aquellos rasgos del cristianismo originario que más contribuyeron a la secularización de la política y que se perdieron en algunos momentos del desarrollo histórico de esta religión. En este sentido, conviene acentuar frente a fundamentalismos religiosos que la política no se deriva de la religión, por lo menos desde la perspectiva cristiana originaria.
Por lo tanto, todo confesionalismo político católico o protestante no es otra cosa que una degeneración del ideal cristiano originario. Ninguna propuesta política es la realización de la voluntad divina en la tierra. Las dimensiones ético-proféticas e intramundanas del cristianismo necesitan mediaciones políticas no religiosizadas para ir desarrollándose en cada coyuntura histórica con imperfecciones difíciles de evitar. Si es rechazable el confesionalismo político, tanto y más debe ser todo intento eclesiástico de configurar el Estado desde sus planteamientos. Las convicciones y exigencias evangélicas tienen una lógica propia de invitación, sugerencia y consejo para una vida buena y feliz y nunca puede pretender una institución religiosa convertirlas en efectivas a través de vías impositivas con protección estatal. El Concilio Vaticano II reforzó la secularización de la política a través de la afirmación de la autonomía de lo temporal y del establecimiento de la misión religiosa de la Iglesia. Concretamente en la constitución conciliar “Gaudium et Spes” se dice lo siguiente en un apartado que se titula “la justa autonomía de la realidad terrena”:
“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responden a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden”.
Evidentemente, como no podía ser menos en un Concilio religioso, también se afirma que ningún creyente puede identificar esta justa autonomía con una falta de referencia a Dios. Me parece que la afirmación de que la realidad (en este caso, la política) tiene unas leyes y un orden propio supone una gran contribución al reforzamiento del carácter laico de la acción política y un rechazo de todo confesionalismo político. Más adelante, en esta misma constitución conciliar, se refuerza esta perspectiva al afirmar en el apartado 42 que “la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana”.
No basta con que el cristianismo vuelva a sus orígenes y afirme el carácter laico y autónomo de la política. Si éste pretende contribuir a un avance de la justicia, la igualdad, la libertad y la fraternidad entre los hombres, debe superar aquellas adherencias históricas que en más de una ocasión lo han convertido en una religión burguesa y conservadora. El encuentro con la izquierda está asociado a esta tarea de desaburguesamiento del cristianismo histórico, al incremento de la presencia pública de los movimientos y asociaciones cristianas en la sociedad civil y a su creatividad en el campo de la cultura moral y la cultura política. El mundo cristiano ha de mostrar su capacidad de activar los valores evangélicos de cara a las transformaciones que cada sociedad requiere y saber buscar las mediaciones que puedan hacer realidad esos valores.
La afirmación de la laicidad
El territorio de un encuentro fecundante entre la izquierda y el cristianismo no es otro que el de la laicidad. Este es un concepto que tiene diversas acepciones y significados y, por ello, conviene precisar su contenido. En primer lugar, considero que hay que entender la laicidad como desconfesionalización de la política, como positiva emancipación de su tutela religiosa. No podemos olvidar la historicidad del concepto de laicidad, la necesidad imperiosa que tuvo la política de independizarse de una religión que asfixiaba su desarrollo, autonomía e independencia
de los intereses eclesiales. El hartazgo de la conciencia europea más lúcida e ilustrada por las prolongadas guerras de religión y por la multitud de intrigas político-eclesiales provocó un pensamiento y una práctica política de desplazamiento de lo religioso de la esfera estatal y pública por las consecuencias negativas creadas por éste para la convivencia pacífica.
Los espíritus más auténticamente religiosos reclamaron también una intensa despolitización de la religión cristiana y una reducción del poder de la Iglesia para hacer posible un retorno a los orígenes. Era necesario sacar de la política al cristianismo realmente existente para que la paz fuera posible y para que la sociedad pudiera progresar por vías antidogmáticas y por caminos de libertad. Allí donde la Iglesia había impuesto su dominio bajo la advocación de la voluntad divina, se instauró la soberanía de la ley como único absoluto legítimo para una sociedad plural en sus formas de concebir la existencia. Creo que, de esta forma, la laicidad supuso un inmenso avance histórico e hizo posible el surgimiento y desarrollo de la cultura, la ciencia, la democracia y el pluralismo tan obstaculizados en determinados siglos por la religión cristiana y sus instituciones más características.
Desde hace un par de decenios, laicidad ha significado también secularización de las religiones políticas, esto es, desreligiosización de determinadas comprehensiones y prácticas del socialismo marxista. La laicidad de la izquierda implica el abandono de la concepción salvífica de la política y el rechazo del carácter omnicomprehensivo y hasta totalitario de la ideología que la fundamentaba y legitimaba. La laicidad introduce una tensión antiideológica —la ideología puede ser también factor de alienación—, desabsolutiza la política y establece los límites de esta actividad humana.
La laicidad innova la cultura y crea un nuevo talante en la historia. Establece la parcialidad de toda verdad e introduce la modestia, la duda, el diálogo, la búsqueda de consenso y la relativización de las propias posiciones. De esta forma, hace posible la tolerancia, que no es otra cosa que la desabsolutización de los planteamientos e identidades de todo colectivo y la disposición al diálogo y al enriquecimiento con las ideas y propuestas ajenas. La laicidad significa, ante todo, pluralismo y universalismo; por ello, el Estado laico es aquel que no privilegia ninguna cosmovisión e ideología y asegura el respeto y la libertad para todas las culturas, convirtiéndose en garante de los bienes comunes mediante la soberanía de las leyes democráticamente instituidas. De la misma forma, el partido laico es aquel que no se basa en una cosmovisión, sino que busca una cultura de base capaz de integrar tradiciones distintas, pero afines.
Desde los planteamientos efectuados, la laicidad se opone al laicismo, entendido éste como abolición o privatización forzada de la religión. En determinadas circunstancias de totalitarismo religioso, la fusión entre laicidad y laicismo es legítima y adecuada. Pero, una vez que una religión acepta un marco pluralista y democrático, la laicidad significa precisamente crítica y superación del laicismo. La aceptación del pluralismo democrático no implica la privatización de la religión, sino, por el contrario, el despliegue de su dimensión pública respetando las reglas del sistema democrático. Es especialmente en el campo de la moral colectiva donde la laicidad obliga a la creación de una ética civil de mínimos compartidos y construida desde las aportaciones de cada uno de los sistemas morales específicos que poseen las distintas tradiciones, corrientes culturales, religiones, sistemas filosóficos, movimientos y asociaciones presentes en cada sociedad.
Considero que laicidad no significa, en el terreno político, asepsia ideológica, gestión y administración del orden social existente, castración de la utopía y apuesta por un reformismo débil que renuncia a introducir cambios sociales radicales. Del mismo modo que, en el terreno cultural, no significa renuncia a las convicciones y rechazo a difundir propuestas cosmovisionales, culturas de sentido, religiones de salvación y éticas de máximos. La laicidad lo que hace es establecer un marco de regulación y de contención para preservar el pluralismo, el bien común y la soberanía democrática de la ley en el Estado de derecho.
La laicidad no evita ni impide la tensión fecunda entre consenso, convicciones y lucha por imprimir cambios sociales y culturales que provoquen saltos hacia adelante en el desarrollo histórico. Sí introduce la imperiosidad de la vía democrática, la generación de consenso ciudadano y el método argumentativo para difundir y hacer que avancen cualquier tipo de planteamientos. Ciertamente los valores absolutos y las convicciones radicales tienen dificultad para imponerse en el territorio de la laicidad y, en ciertos temas, suelen establecerse conflictos entre el orden moral —de raíz religiosa o irreligiosa— que se centra en la fidelidad a las convicciones y el orden político y jurídico que ha de legislar en función del bien común y la resolución de problemas que afectan a la convivencia entre personas con cosmovisiones diversas; pensemos en ciertos temas relacionados con la bioética (aborto, eutanasia, etc.) o la ética socio-política (insumisión, objeción fiscal a los gastos militares, pena de muerte, fabricación de determinado tipo de armas, etc.). La ética aplicada, más que la moral de valores absolutos, es lo más apropiado para el desarrollo de la laicidad en sociedades complejas y con pluralidad de convicciones éticas.
El choque entre convicciones religiosas y morales y legislación impulsada por un gobierno puede ser intenso. La laicidad obliga tanto a la aceptación de la legitimidad de ciertas leyes elaboradas y establecidas por métodos democráticos como permite la objeción de conciencia y la desobediencia civil en coherencia con determinadas convicciones, aunque ello pueda conllevar sanciones penales. La laicidad es un territorio suficientemente amplio para poder desarrollar un trabajo cultural que lleve a nuevos consensos ciudadanos y nuevas propuestas políticas que permitan la elaboración de leyes que conviertan en legal lo que en otras épocas pudo ser ilegal. La laicidad debe ser dinámica, no estática y, por ello, ha de apelar al desarrollo de las convicciones y no buscar el debilitamiento de las mismas.
Si las convicciones fecundan la laicidad, puede establecerse una relación abierta entre ésta y el cristianismo, superando ciertos modelos que propugnan que la aceptación de la laicidad implica una privatización y un ocultamiento de las dimensiones públicas del cristianismo. Si la laicidad equivaliera necesariamente a indiferentismo religioso, constituiría una violación de la realidad, puesto que la religión está ahí como una dimensión importante de la vida social. La laicidad y la religión cristiana no sólo son compatibles, sino que ésta puede dinamizar y enriquecer aquella. C. Napoleoni —uno de los economistas más importantes de la izquierda italiana y senador por la Sinistra Indipendente, una lista de personalidades de izquierda apoyada externamente durante años por el PCI— ha señalado los límites de lo que podríamos denominar la laicidad laicista en los siguientes términos:
“La tradición laico-liberal siempre ha dicho que la religión es un asunto privado y que la vida pública es otra cosa: las relaciones públicas, sociales entre los hombres se regulan de un modo laico, es decir, sin referencia a una dimensión religiosa o trascendente; esta tesis forma parte de la conciencia común, y si alguien se atreve a decir lo contrario es convertido inmediatamente en un integrista; pues bien, yo comienzo a tener serias dudas respecto a estas tesis, teniendo en cuenta los problemas de la sociedad contemporánea y más bien me parece más adecuada la tesis contraria” (Napoleoni:1990,120).
Este autor plantea esta cuestión relacionándola de una forma muy interesante con el tema de la imposible superación de los principales problemas de la sociedad capitalista por una vía puramente política. Según él, se necesita apelar a una racionalidad que vaya más allá de la estrictamente política y en este horizonte considera que hay que ampliar el espacio de la laicidad, en su acepción “laico liberal”, insertando en ella las propuestas y valores de la religiosidad cristiana. Estoy plenamente de acuerdo con esta propuesta de Napoleoni y precisamente este libro aborda la temática de una cultura política y moral de izquierda laica con inspiración cristiana.
Una vez establecidas las condiciones que hacen posible la relación entre la izquierda y el cristianismo, podemos precisar en qué componentes de la política, de los ya señalados en el apartado anterior, puede incidir esta religión respetando la laicidad de aquella. Considero que el cristianismo puede fecundar la utopía, la mística, la cultura, la moral y los objetivos de la izquierda. En cuanto tal, el cristianismo ni debe ni puede ofrecer nada a otros componentes de la política como son los programas, los presupuestos económicos y las leyes. Son los cristianos —personas, instituciones y movimientos— los que, inspirándose en los valores de fondo del cristianismo originario, pueden valorar, discernir, criticar y hacer aportaciones a estos elementos de la política, siempre que eviten identificar reductivamente sus opciones y propuestas con el cristianismo originario y, mucho menos, con la voluntad divina. Creo que ésta es la forma de hacer compatible la laicidad y la secularización de la política con la posible inspiración cristiana de la misma. Una izquierda abierta a esta inspiración tendrá que abordar dos cuestiones: a) el lugar de los valores del cristianismo en la cultura que dirige sus objetivos e inspira sus programas; b) la política de diálogo y colaboración con el mundo de las instituciones y movimientos cristianos. Para ello es imprescindible que asuma que el cristianismo es un asunto público y no una cuestión privada, lo cual implica una revisión crítica de su tradición ideológica.
Del libro, La Izquierda y el Cristianismo, ed. Taurus.
He llegado a tu post demasiado tarde para leer todo el texto. Voy a imprimirlo y prometo hacerlo mañana.
ResponderEliminarEspero que sea estimulante. No estoy en todo absolutamnete, de acuerdo, tengo una visión más positiva del laicismo,y creo que cristianos y defensores del laicismo tenemos visiones comunes, pero es una buena reflexión que puede ayudar a tender puenter y fecundar mutuamente ambos mundos que están muy cerca y en muchos casos habitados por las mismas perosnas. Afortunadamente muchos católicos son gente progresista, que está contribuyendo a hacer unaq sociedad más plural y democrática. A ver si conmseguimos que en la institución eclesial ocurra algo similar.
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