"Tutti i miei pensier parlan d’amore (Todos mis pensamientos hablan de Amor)". Vita Nuova. Dante Alighieri.

domingo, 15 de mayo de 2011

Un Nuevo Monacato centrado en la búsqueda de la Humanización Integral





Tomado de Testimonio N° 213 – 2006 Martin Königstein ss.cc.

A partir del siglo III se inicia el movimiento monacal simultáneamente en distintos lugares. Mujeres y hombres se retiraban a lugares despoblados primero y luego al desierto (sobre todo en Egipto y Siria). Abba Antonio (251 - 356) en los alrededores de Alejandría en el norte de Egipto es “padre de monjes”. El gran obispo de Alejandría, san Atanasio (295 - 373) escribió su biografía (Vita Antonii) con la finalidad de estimular y motivar a otros y otras a seguir el camino de búsqueda de Dios, de ascesis que dispone al encuentro con Dios. Escribe Atanasio: “Bueno es el combate que habéis emprendido con los monjes de Egipto: ser semejantes a ellos o superarlos, avanzando en la ascesis, con la práctica de vuestra virtud. (...) grande es el beneficio que obtengo tan sólo con recordar a Antonio. Sé bien que también vosotros, al oírme, no sólo sentiréis admiración por este hombre, sino que también desearéis imitar su propósito; pues para los monjes la vida de Antonio es modelo suficiente de ascesis.





La vida de los ascetas del desierto fue una continua soledad y vigilancia y en constante búsqueda de Dios, para conseguir de este modo, un gran conocimiento de la persona humana y encontrar un verdadero rastro de Dios.




Ammas y abbas se fueron a la soledad del desierto para disponer el corazón para el encuentro con Dios; para lograr la “apatheia", la paz del corazón o - como dice Juan Casiano - la pureza del corazón. Para Casiano la oración no sólo no está agitada por mirada alguna o visión de imágenes, sino ni siquiera por voz o palabra alguna: “se profiere por la inflamada intención de la mente por medio de un inefable transporte de corazón y por una inexplicable velocidad del espíritu. Oración altísima, elevada a Dios por el alma con gemidos inenarrables y suspiros.”





Estado altísimo de contacto con Dios justificado sólo por la cima de perfección alcanzada por el alma en su larga ascensión: respuesta de Dios a la generosidad de quien, con corazón puro, lo ha buscado y alcanzado.








Los monjes del desierto sabían que esta “disposición del alma”, la “pureza del corazón” condición para esta “oración altísima” sólo se puede alcanzar por el camino del conocimiento de si mismo. “Si quieres conocer a Dios, aprende antes a conocerte a ti mismo“, dice Evagrio Póntico. Un padre anciano le dice a un novicio: “Anda, vete a tu celda y siéntate. La celda te enseñará todo“. (Apo 500) Y otra sentencia dice: “Uno dijo a abba Arsenio: Mis pensamientos me atormentan diciendo: “Tu no puedes ayunar y tampoco trabajar; por tanto, visita al menos a los enfermos, ya que esto es también caridad.“ El anciano, sin embargo, reconociendo aquí la semilla de los demonios, le dijo: “Vete, come, bebe y duerme, y no trabajes. Únicamente no dejes tu celda“. El sabía bien que el permanecer en la celda lleva al monje al buen camino.“ (Apo, 49)








El permanecer en la celda es enfrentarse a si mismo con verdad y honestidad y también con valor. Los monjes saben que el camino espiritual comienza con el esfuerzo de la persona por reconocer la propia verdad, por nombrar y aceptar los propios límites y asumir e integrar las propias sombras. Esto sólo es posible permaneciendo consigo mismo, evitando toda tentación a la evasión, la distracción y enfrentando los movimientos interiores, los pensamientos y los sentimientos, las tentaciones o los demonios, como ellos lo llamaban. Avanzar hacia la paz del corazón sólo es posible pasando por la propia verdad y entonces “la verdad los hará libres“ (Jn 8, 32). La persona que busca la paz del corazón debe luchar con los pensamientos, las tentaciones o los demonios. Es lucha con los pensamientos, no contra ellos. No se trata de reprimir, ni de negar u ocultar lo que hay en mi, se trata de reconocerlo, aceptarlo y asumirlo para integrar y transformarlo. Sólo aceptando e integrando mis sombras podré ser entero y yo mismo.





La ascesis de los monjes consistía en reconocer y luchar con los “pensamientos”, los “vicios” o los “demonios”. Los monjes distinguen diversas clases de demonios. El criterio para su discernimiento lo suministra la llamada cautela ante los vicios. Esta doctrina cautelar es un interesante capítulo de la psicología monástica. Fue desarrollada sobre todo por Evagrio Póntico y Casiano. Se distinguen ocho pensamientos: 1.- la gula; 2.- la lujuria; 3.- la codicia. - 4.- la tristeza; 5.- la cólera; 6.- la acedia. - 7.- la vanagloria; 8.- el orgullo. Los vicios o pensamientos se dividen en tres grupos. Los tres primeros se sitúan en la parte concupiscible (epithimia), los tres siguientes en la parte excitable (thymos) y los dos últimos en la parte espiritual del alma.





Los tres primeros son impulsos fundamentales. Podrían hacerse corresponder con la fase oral, anal y edípica del desarrollo de la primera infancia. Estos impulsos pertenecen a la naturaleza humana y no se les aparta fácilmente. La tarea consiste en integrarlos dándoles su justa medida. Los tres siguientes son estados de ánimo negativos más difíciles de dominar. No se dejan dominar como los impulsos. El trato correcto con ellos exige un equilibrio anímico y una madurez interior que sólo se alcanza mediante una leal confrontación con los pensamientos y estados de ánimo y una apertura incondicional para con Dios. Aún más difíciles de vencer son los dos últimos vicios puesto que el espíritu es menos dominable.





Según Evagrio gran parte de nuestro camino espiritual consiste en prestar atención a las pasiones en nuestro corazón, conocerlas y tratarlas debidamente. Evagrio pide prestar mucha atención a los pensamientos y sentimientos, a los demonios y a sus leyes: “Para que el hombre pueda conocer por propia experiencia a los malos demonios y familiarizarse con sus artimañas, le aconsejo prestar atención a sus pensamientos. Ha de prestar atención a su intensidad, también a cuándo remiten, a cuándo aparecen y desaparecen. Tiene que prestar atención a la multiplicidad de sus pensamientos, a la regularidad de los demonios que son responsables de ellos, cuáles se han disuelto y cuales no. Luego ha de pedir a Cristo que le aclare lo que ha contemplado. Los demonios se muestran sobre todo rabiosos contra los que, armados con tal conocimiento, practican las virtudes.” Es eso lo que quiere decir el anciano padre cuando aconseja: “Anda, vete a tu celda y siéntate. La celda te enseñará todo“.




La finalidad de ese camino es la “apatheia”, un estado de paz y tranquilidad interior. ”Una vez concluido el combate, un estado apacible y un gozo inefable suceden al alma,” dice Evagrio y llama a la “apatheia” la “salud del alma”. El objetivo del camino espiritual no es un ideal moralizante, verse libre de faltas, sino la salud del alma. “Monje es aquel que, separado de todo, está unido a todos.” “Separado de todo”, quiere decir libre de todo, libre de pasiones, de apegos desordenados. Para los ascetas del desierto el alma está sana cuando es capaz de amar, ya que sólo quien alcanza la “apatheia” puede amar verdaderamente. “Sí, la “apatheia” es en realidad amor,”complementa Anselm Grün.




… “para encontrar a Dios hay que saber que Él está en todas partes, pero también hay que saber que Él nunca está sólo”. Atanasio hace ver en la “Vida de Antonio” que la larga lucha ha abierto su corazón a Dios y simultáneamente comienza a servir al prójimo. Esta lucha a Antonio le ha permitido alcanzar un gran equilibrio interior, este equilibrio que es dinámico y motivador y no excluye “la tensión de todo compromiso cristiano (que) se explica por la Cruz, se resuelve en la Cruz: ella es nuestro equilibrio normal de cristianos. (...) La cruz está plantada precisamente allí (...) entre los dos mandamientos de la caridad que Dios quiere inseparables y distintos.”





Me parece que una ascesis auténtica hoy nos podría permitir ver en cada ser humano “caído en manos de salteadores” (Lc 10, 30) a un hermano que comparte nuestra propia debilidad y que espera con nosotros a aquel Samaritano que es Jesús, para que Él ponga en nuestras heridas el aceite del consuelo y derrame en ellas el vino de su fuerza y alegría.




Con la mirada fija en el misterio vivo de Dios, en la belleza y la gloria de Dios, en lo absoluto de Dios podremos luchar con los demonios que hoy intentan distraernos, apartar nuestra mirada de Dios y del hermano / la hermana. Antonio enfrentaba “sus” demonios con ayuno y vigilias.





Nosotros podemos liberar la mirada en el vacío del ayuno de imágenes seductoras para contemplar la realidad de otra manera más libre. Podremos descubrir mejor lo que hay de destructor y lo que existe de novedad positiva y salvadora, de don de Dios para todos.




Contemplar no es idealizar, sino tener una sensibilidad que pueda acoger la novedad de Dios hoy en medio de nosotros. Y esto requiere el trabajo de purificarnos de lo impuesto y, al mismo tiempo, una educación contemplativa en la manera de percibir lo nuevo a partir de la contemplación de los misterios de Jesús. Este es el desafío, crear una nueva sensibilidad contemplativa en medio de este mundo nuevo. Es un fruto que nace de la contemplación del Jesús de la historia y de una manera de mirar lo cotidiano.





Dolores Aleixandre nos sugiere en su aporte al Congreso de la Vida Consagrada 2004 los nombres de algunos de los “demonios” con que tenemos que luchar hoy:








el “demonio de la necedad desinformada y conformista" que nos hace creer que la situación del mundo no tiene remedio ("son las leyes de una economía de mercado...", "es el precio a pagar por el avance tecnológico...") y que lo más sensato que podemos hacer es acomodarnos a lo que hay.





el "demonio neoliberal y consumista" que nos arrastra hacia un engañoso modo de ser "como todo el mundo", nos crea necesidades crecientes de confort y consigue que nos parezca lo normal estar situarnos en un cómodo centro, alejados de cualquier riesgo y camuflando como "prudencia" la resistencia a todo lo que amenace desinstalarnos. A fuerza de vivir así, la "chispa de locura" que movilizó nuestras vidas hacia el seguimiento de Jesús se apaga, nuestra mirada se enturbia y los lugares de abajo que estamos llamados a frecuentar, terminan por sernos invisibles.





el "demonio individualista" que nos ciega las fuentes de la alteridad, nos seduce con la facilidad de una vida trivial y distraída en la que no nos alcanzan el dolor de los otros, la gravedad de la presencia de Dios o el recuerdo peligroso de su Evangelio.





el "demonio secularista" que nos aleja del pozo, del encuentro profundo con el Señor y de la experiencia mística, nos hace vivir solamente desde imperativos éticos, "seculariza" nuestro corazón y nos incapacita para expresar la experiencia espiritual. De ahí nace ese "despalabramiento" para lo sublime, ese pavor ante el misterio y el símbolo, esas liturgias fosilizadas y ese activismo apostólico donde no hay tiempo ni espacio para una oración jugosa, silenciosa, "ociosa" y constante.




el "demonio espiritualista" que nos impulsa a seguir levantando santuarios y a escapar hacia los montes de nuevas sacralizaciones y restauracionismos con rasgos de new age vaporoso, sin relación con lo tangible de la vida real y cotidiana.





el "demonio idolátrico" que nos hace dar culto a los medios y a los instrumentos, a las instituciones, los ritos y las leyes, haciendo cada vez más difícil esa adoración que el Padre busca de nosotros y que no tiene nada que ver con el "retorno" a lo religioso.





el "demonio de los mil quehaceres" que esconde dentro el viejo dinamismo de buscar la justificación por las obras, nos configura como dadores más que como receptores y convierte los fracasos apostólicos o la vejez en verdaderos traumas, porque en esos momentos el trabajo pierde su pretensión de absoluto.





La invitación del Cohélet: “En medio de tantas pesadillas y de tantas palabras y cosas sin sentido, tu debes mostrar reverencia hacia Dios” (Qo 5, 7) centra - como Antonio - nuestra mirada en Dios y esto nos permite ser contemplativos/as, compasivos/as y compañeros/as en este mundo nuestro.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Qué es el amor.









El amor, con todas sus variantes e infinitas posibilidades, es algo que se experimenta y, a la vez, algo que sobreviene y se apodera de uno como un hechizo. Es una conmoción, una actitud de entrega y de donación que se olvida de sí misma, que no busca las cosas propias. Es una inclinación que puede tener como objeto a Dios, a otras personas –al amigo, a la amada, al hijo o, incluso, al desconocido que necesita nuestra ayuda- como también los múltiples y heterogéneos bienes de la Vida –como el deporte, la ciencia, la música, etc. El amor es, en fin, idéntico a Dios, pues Dios es amor.

El amor no es simplemente una sensación placentera, cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno se encuentra si tiene suerte, aunque la mayoría de las personas cree lo contrario. Casi todo el mundo está sediento de amor; ven innumerables películas basadas en historias de “amor”, escuchan centenares de canciones triviales que hablan de amor y, sin embargo, casi nadie sabe que el amor únicamente surge de la vida espiritual y que siempre hay algo que aprender acerca del amor.

Para la mayoría de las personas, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar. De ahí que para ellas el problema sea cómo lograr que se las ame, cómo ser dignas de amor. Para alcanzar este objetivo, el ser humano sigue los más variados caminos, caminos que no son, precisamente, el espiritual.

Se cree que “amar” es sencillo, y lo difícil es encontrar un objeto apropiado para amar o para ser amado por él. Casi todas las personas aspiran a encontrar un “amor romántico”, a tener una experiencia personal del amor y unirse con la persona “amada”. En relación con esto, es necesario reflexionar sobre el hecho que toda esta cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. Muchos basan su felicidad en excitarse contemplando los aparadores de las tiendas y en comprar todo lo que pueden, y consideran a las demás personas de forma similar. Un hombre o una mujer atractivos son los premios que se desea conseguir. “Atractivo” significa normalmente un buen conjunto de cualidades que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado del amor. Las características concretas que hacen atractiva a una persona dependen de la moda de la época.

La sensación de enamorarse sólo se desarrolla con respecto a las mercaderías humanas que se encuentran dentro de las propias posibilidades de intercambio. Se quiere hacer un buen negocio, por lo que el objeto debe ser deseable desde el punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, uno debe resultar deseable, teniendo en cuenta sus propios valores y capacidades. De este modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio. En una civilización materialista, en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.

Existe una verdadera confusión entre la experiencia inicial de “enamorarse” y la situación permanente de vivir enamorado. Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto las barreras que las separan, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más altos estimulantes y excitantes de la Vida. Y esto resulta aún más maravilloso y milagroso para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, este tipo de “amor” es, por su misma naturaleza, inmaduro y poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien y su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones y su aburrimiento mutuo terminan por matar lo que pueda quedar de excitación inicial. No obstante, al comienzo o no saben todo esto o no reparan en ello, y consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar “locos” el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su “amor”, cuando sólo muestra el grado de su soledad anterior.

Es imposible amar de verdad si el amor no surge desde la espiritualidad, pero prevalece la idea de que amar es fácil, que no tiene nada que ver con la vida espiritual y que no se necesita ser consciente, conocer, aprender y obrar adecuadamente para amar bien. Y esto a pesar de las abrumadoras y terribles pruebas que indican lo contrario. Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones y que, no obstante, fracase tan a menudo como el amor. Si ello ocurriera con cualquier otra actividad, todos trabajarían por conocer los motivos del fracaso y por corregir sus errores o renunciaría a la actividad. Como esto último es imposible en el caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada para superar el fracaso del amor, y esta es examinar las causas de tal fracaso y reflexionar sobre el verdadero significado del amor. El primer paso que debemos dar es ser conscientes que el amor nace de una vida espiritual, del mismo modo que de ella surge todo bien y virtud.

Amar es dar. Normalmente se supone que dar significa “renunciar”, privarse de algo y sacrificarse. La persona inmadura experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa. El dar se vive entonces como un empobrecimiento, por lo que la gente se niega generalmente a hacerlo. Otras personas, que se consideran religiosas, hacen de dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar se encuentra en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellas, la norma de que es mejor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar una alegría.

Pero, para la persona espiritual, el acto de dar posee un significado totalmente distinto, pues ésta se encuentra siempre dentro del ámbito de la consciencia y del obrar apropiado. Para ella, dar constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar ella experimenta su fuerza, su riqueza y su poder. Esta experiencia de vitalidad y de potencia exaltada la llena de dicha. Se experimenta sí misma como desbordante, pródiga, viva y, por tanto, dichosa. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar se encuentra la expresión de la Vida.

No es rico quien tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de vista psicológico, un ser humano indigente y empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Se siente a sí mismo como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Pero no sólo en lo que atañe al amor dar significa recibir. En la medida que las personas se tratan espiritualmente reciben al dar, por ejemplo, el maestro aprende de sus alumnos, el auditorio estimula al actor y el paciente cura a su psicoanalista.

Sólo una persona privada de las necesidades elementales para la subsistencia sería incapaz de gozar con el acto de dar cosas materiales. Sin embargo, muchas veces las dimensiones más importantes del dar no se encuentran en el plano de las cosas materiales, sino en las sutiles. Una persona puede dar a otra de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en ella –da de su alegría, de su atención, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor-, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en ella. Al dar así de su vida enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir, aunque dar de por sí es para la persona espiritual una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la Vida algo en la otra persona, y eso que nace a la Vida se refleja a su vez sobre ella misma. Cuando da no puede dejar de recibir lo que se le da a cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la Vida que nace para ambas. El amor es un poder que produce amor.

La capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo espiritual de la persona. Vivir espiritualmente supone superar la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular, y confía en su propia capacidad y coraje para ser consciente y obrar adecuadamente. En la misma medida en que un ser humano carece de estas virtudes tiene miedo de darse, y, por lo tanto, de amar.

En todos los casos imaginables del amor, amar quiere decir aprobar. Amar algo o a alguna persona significa dar por bueno, llamar bueno a ese algo o a ese alguien, es sentir con toda la intensidad del corazón que es bueno que exista, que es maravilloso que esté en el mundo.

El amor también implica cuidado. Esto es especialmente evidente en el amor de una madre por sus hijos. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico. Lo mismo ocurre con el amor a los animales y a las flores. Si alguien nos dijera que ama a las plantas, pero viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su “amor” a las plantas. El amor es responsabilidad por la Vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta este tipo genuino de preocupación, no hay amor. La esencia del amor es trabajar por algo y hacerlo crecer. Amor y trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama.

El cuidado y la sana preocupación activa implican otro aspecto del amor, el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para indicar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su sentido espiritual, es un acto enteramente voluntario, y constituye la respuesta de una persona a las necesidades, expresadas o no, de otra persona. Ser responsable significa estar listo y dispuesto a responder. La persona que ama responde. La vida de las demás personas no es sólo un asunto de ellas, sino propio. Se siente tan responsable por sus semejantes como de sí misma. Esta responsabilidad atañe siempre a las necesidades que presenten las demás personas desde los diferentes planos en que se componen –físico, emocional y mental.




La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad si no fuera por el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia. Respeto es la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener consciencia de su individualidad única. Respetar significa preocuparse de una manera sana y activa, por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Respeto es querer que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que le es propia, y no para servirle a uno. Si amamos a la otra persona nos sentimos uno con ella, pero con ella tal cual es, no como uno “necesita” que sea, como un objeto para su uso.

Es obvio que el respeto sólo es posible si uno vive espiritualmente, si es libre y puede caminar sin muletas, y no tiene que dominar ni explotar a nadie. El verdadero respeto sólo existe sobre la base de la espiritualidad y de la libertad, nunca de la dominación. El verdadero amante busca el bien de la persona amada, lo que requiere especialmente la liberación y la libertad de ésta con respecto del amante.

Respetar a una persona sin conocerla es imposible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la sana preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento. El conocimiento que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el núcleo. Sólo es posible cuando se trasciende la preocupación por uno mismo y ve a la otra persona tal como es. Podemos saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente. Pero podemos llegar a conocerla aún más profundamente; sabemos que está angustiada e inquieta, que se siente sola, que se siente culpable. Sabemos entonces que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y la vemos no como una persona enojada, sino como una persona que sufre.

Amar significa que otro ser vive en el propio interior. El amor es una presencia viva, es sentirse otro y que otro es uno. El amor es estar vacío de uno mismo y lleno de otro. El amor quiere el bien, quiere lo mejor, hace el bien y es el bien. Pero el acto más grande de amor no es un acto de servicio, sino un acto de contemplación. Si ayudamos a alguien podemos aliviar su sufrimiento, pero cuando lo vemos como verdaderamente es le transformamos. No podemos amar lo que no vemos, lo que no podemos ver de un modo nuevo y descubrir constantemente.

Volver a enseñar a una cosa su encanto es la naturaleza del amor. A través del amor cualquier ser y cualquier cosa puede de nuevo florecer por dentro. Cuando se recobra el conocimiento del propio encanto y el de las demás personas, la propia fuerza interior surge de un modo natural y bello.

Las personas florecen cuando se sienten amadas. El capullo de una flor simboliza todas las cosas, incluso aquellas que no florecen por fuera, pues todo en la vida florece por dentro, en virtud de su fuerza interior. El amor impulsa a volver a enseñar todos los días a las cosas y a las personas su propio encanto, empuja a poner una mano en la flor y volver a explicarle con las palabras y el tacto que es encantadora, para que florezca de nuevo, gracias a su propia fuerza interior.

La cualidad por la que volvemos a enseñar a una cosa su encanto es uno de los mayores atributos del amor. Mirar a las personas y comunicarles que son queridas, y que pueden amar es proporcionarles un inmenso don. Significa también un regalo para nosotros mismos al comprobar que somos uno con toda la Vida. El amor une a todos los seres, es el factor que cohesiona toda la existencia. Cuando una persona experimenta ira, su corazón se vuelve insensible y se cree separada del resto de los seres. Del mismo modo, la fuerza del amor nos permite ser conscientes de la Unidad que formamos nosotros mismos con todos los seres. La belleza de esta verdad es tal que ser consciente de una persona e inducir a su corazón al conocimiento y al amor, aunque sólo sea por el tiempo que dure el chasquido de unos dedos, la convierte en un ser verdaderamente espiritual.

El amor es la única ley que rige el Universo. Él mueve el sol y las demás estrellas porque es la ley de la cohesión que une todas las cosas. La materia de la que está hecho el Universo es amor, todo cuerpo en el Universo ejerce una fuerza de atracción sobre todo otro cuerpo. Cada partícula de materia en el Universo atrae a toda otra partícula de materia. Aunque dos cuerpos estén en el vacío absoluto, sin que haya ninguna conexión entre ellos, se atraen intensamente. El amor es estar juntos, y el amor es nuestra única dicha. La fuerza del amor verdadero nos integra a toda la Creación. El amor nos une a todo, es la fuerza que cohesiona a todo el Universo. Y sólo el amor hace de nosotros seres verdaderamente espirituales.

Hola, Bienvenid@s.


Este Blog quiere ser un lugar de encuentro para todos aquellos que queremos ayudar a transformar la sociedad para convertirla en un lugar más fraterno, más libre, más justo y, a la vez, somos conscientes de que todo cambio social sólo es posible si hay un cambio personal e interno y no se olvida lo que nos enseña la Tradición Espiritual de la Humanidad, intentándo actualizarla creativamente en cada época.


Mi camino...

el camino que sigo es el camino de la mística del amor, no un amor sentimental, sino un amor inteligente o consciente (amor iluminado decían los antiguos) y solidario, que no olvida el sufrimiento y la injusticia.
Guiado de la mano de de la mística monástica cisterciense (la primera mística moderna del amor), el esoterismo cristiano, la mística de san juan de la cruz y el zen... y animado por ideales progresistas y solidarios os invito a caminar juntos hacia un mundo y unos hombres y mujeres nuevos.