El camino espiritual no es un camino que iniciamos puramente desde el propio esfuerzo, naturalmente debemos esforzarnos en la búsqueda pero, dado que la realidad espiritual supera nuestra individualidad, nuestro ego, nada podemos hacer para alcanzarla salvo abrirnos a ella. De ahí, la importancia de experimentar también la realidad espiritual como Gracia, como un Otro que me sale al encuentro a través de los sacramentos, las Escrituras y las mediaciones de la tradición a la que pertenezco, en nuestro caso de la Iglesia.
En toda búsqueda espiritual auténtica hay una dimensión de esfuerzo individual e interno y una dimensión de pertenencia a una comunidad en la que el Misterio, Dios, me sale al encuentro a través de sus doctrinas, símbolos, prácticas y mediaciones comunitarias.
Hoy en los ámbitos cercanos al movimiento de la Nueva Era es habitual entender la experiencia espiritual como un estado modificado de conciencia, un estado interno que debo alcanzar ayudado de diversas técnicas, generalmente al margen de cualquier vinculación con una tradición o comunidad, que suelen considerarse meras “cintas transportadoras” (sic) hacia esa experiencia.
Naturalmente el Espíritu sopla donde quiere y hoy hay diversas metodologías espirituales también en ámbitos cercanos a la Nueva era, que pueden ayudarnos a profundizar en nuestra espiritualidad. Pienso que si no se cierran en ellas mismas y se colocan por encima de las tradiciones espirituales, estos nuevos caminos pueden ser integrados en el camino cristiano como una ayuda (se me ocurre por ejemplo en métodos de conseguir estados modificados de conciencia como el Big Mind o los Talleres de integración Vivencial de la Propia Muerte que según me dicen realmente producen experiencias espirituales).
La experiencia espiritual no culmina en estas experiencias místicas o transpersonales, sino que estas experiencias nos sirven para salir de la mente egoica y dualista y conocer nuestro verdadero rostro, nuestro verdadero Yo, que más que una esencia estática es un proyecto, un dinamismo, un Camino, que como nos recuerda la carta a los Efesios, Dios nos ha dado “antes de la creación del mundo”.
La experiencia espiritual culmina pues en descubrir nuestra verdadera naturaleza y realizarla en la vida cotidiana, lo que en el mundo cristiano llamamos “Hacer la Voluntad de Dios”, es decir, vivir lo que somos, descubrir y vivir nuestra vocación.
La experiencia espiritual auténtica nos descubre como seres sociales en comunión con Dios, el hombre y el cosmos, nos lleva, por tanto, a vivir nuestra dimensión social y comunitaria como parte de nuestra naturaleza, de nuestra identidad, nos lleva a encarnarnos más en la realidad histórica siendo liberadores y redentores, desde Dios y desde la comunidad a la que pertenecemos, y no desde nuestro ego.
Toda experiencia mística auténtica lleva a esa unión con los demás y a ese descubrimiento de nuestra vocación a una comunidad y tradición espiritual concreta, en nuestro caso, a la Iglesia y a una comunidad de la Iglesia concreta. Esto es muy visible en la tradición monástica, en la que se hace un voto de “estabilidad” o pertenencia a una comunidad concreta. El monje tiene vocación a un monasterio o comunidad concreta, esto es un signo que ayuda a discernir si hay vocación o no a la vida monástica tradicional.
De modo, que no creeremos que nuestra experiencia es auténtica si no ha sido aceptada y confrontada por la comunidad que sentimos es la nuestra (eso no quiere decir por supuesto que todos lo acepten, sino que respetamos los esencial que define nuestra pertenecia a la comunidad). Naturalmente podrán surgir conflictos y desconfianzas, a veces pecados, pero una experiencia espiritual auténtica no se vivirá “por libre”, fiándonos sólo de nuestra experiencia subjetiva o interna. La experiencia contemplativa nos hace muy conscientes de la plenitud de la Realidad y de la limitación y pobreza propias, de ambas cosas.
El quedarse en esas experiencias especiales, y no ver que la experiencia espiritual abarca todas las dimensiones y momentos de nuestra existencia y no sólo “los más elevados”, es propio de la enfermedad espiritual, el quietismo, el gnosticismo, la enfermedad zen.
De ahí, la necesidad de la pertenencia a la iglesia para un cristiano que quiera vivir un camino espiritual auténtico y, de ahí, la necesidad de que los nuevos caminos que surgen dentro y fuera de la Iglesia movidos por el Espíritu acepten las normas que rigen en la comunidad a la que pertenecen y deseen ser acompañados, corregidos y también enriquecidos por los que ejercen el servicio de la autoridad en la comunidad, en la Iglesia. Eso, por supuesto, no supone una aceptación ciega o una renuncia a nuestra personalidad, en las comunidades hay una pluralidad legítima de posiciones y, a veces, hasta enfrentamientos pero hay un "minimum" que define nuestra pertenencia o no a una tradición espiritual, a la Iglesia). En la Iglesia nos quitamos el sombrero, no la cabeza, como a veces hacen los que caen en otra enfermedad espiritual: el fundamentalismo religioso.
Cualquier camino espiritual nuevo, que se considere por encima de las tradiciones espirituales y afirme que las religiones y comunidades espirituales no son más que instrumentos para alcanzar esos estados interiores “especiales” ,no viendo esa dimensión comunitaria esencial y necesaria, superior e imprescindible, en la vivencia de la espiritualidad, ha caído en la enfermedad zen o el gnosticismo, es una experiencia incompleta, acosada de narcisismo espiritual. Aquellos que reducen la religión a una mera creencia, a decir amen a todo sin tener una fe personal y experiencial, caen en otra enfermedad: el infantilismo y el integrismo, otra forma de narcisismo e inmadurez al creer que sólo es válida su manera de vivir y entender la tradición a la que pertenecen, apropiándose de ella y combatiendo otras formas válidas y legítimas de vivir la misma tradición.
En toda búsqueda espiritual auténtica hay una dimensión de esfuerzo individual e interno y una dimensión de pertenencia a una comunidad en la que el Misterio, Dios, me sale al encuentro a través de sus doctrinas, símbolos, prácticas y mediaciones comunitarias.
Hoy en los ámbitos cercanos al movimiento de la Nueva Era es habitual entender la experiencia espiritual como un estado modificado de conciencia, un estado interno que debo alcanzar ayudado de diversas técnicas, generalmente al margen de cualquier vinculación con una tradición o comunidad, que suelen considerarse meras “cintas transportadoras” (sic) hacia esa experiencia.
Naturalmente el Espíritu sopla donde quiere y hoy hay diversas metodologías espirituales también en ámbitos cercanos a la Nueva era, que pueden ayudarnos a profundizar en nuestra espiritualidad. Pienso que si no se cierran en ellas mismas y se colocan por encima de las tradiciones espirituales, estos nuevos caminos pueden ser integrados en el camino cristiano como una ayuda (se me ocurre por ejemplo en métodos de conseguir estados modificados de conciencia como el Big Mind o los Talleres de integración Vivencial de la Propia Muerte que según me dicen realmente producen experiencias espirituales).
La experiencia espiritual no culmina en estas experiencias místicas o transpersonales, sino que estas experiencias nos sirven para salir de la mente egoica y dualista y conocer nuestro verdadero rostro, nuestro verdadero Yo, que más que una esencia estática es un proyecto, un dinamismo, un Camino, que como nos recuerda la carta a los Efesios, Dios nos ha dado “antes de la creación del mundo”.
La experiencia espiritual culmina pues en descubrir nuestra verdadera naturaleza y realizarla en la vida cotidiana, lo que en el mundo cristiano llamamos “Hacer la Voluntad de Dios”, es decir, vivir lo que somos, descubrir y vivir nuestra vocación.
La experiencia espiritual auténtica nos descubre como seres sociales en comunión con Dios, el hombre y el cosmos, nos lleva, por tanto, a vivir nuestra dimensión social y comunitaria como parte de nuestra naturaleza, de nuestra identidad, nos lleva a encarnarnos más en la realidad histórica siendo liberadores y redentores, desde Dios y desde la comunidad a la que pertenecemos, y no desde nuestro ego.
Toda experiencia mística auténtica lleva a esa unión con los demás y a ese descubrimiento de nuestra vocación a una comunidad y tradición espiritual concreta, en nuestro caso, a la Iglesia y a una comunidad de la Iglesia concreta. Esto es muy visible en la tradición monástica, en la que se hace un voto de “estabilidad” o pertenencia a una comunidad concreta. El monje tiene vocación a un monasterio o comunidad concreta, esto es un signo que ayuda a discernir si hay vocación o no a la vida monástica tradicional.
De modo, que no creeremos que nuestra experiencia es auténtica si no ha sido aceptada y confrontada por la comunidad que sentimos es la nuestra (eso no quiere decir por supuesto que todos lo acepten, sino que respetamos los esencial que define nuestra pertenecia a la comunidad). Naturalmente podrán surgir conflictos y desconfianzas, a veces pecados, pero una experiencia espiritual auténtica no se vivirá “por libre”, fiándonos sólo de nuestra experiencia subjetiva o interna. La experiencia contemplativa nos hace muy conscientes de la plenitud de la Realidad y de la limitación y pobreza propias, de ambas cosas.
El quedarse en esas experiencias especiales, y no ver que la experiencia espiritual abarca todas las dimensiones y momentos de nuestra existencia y no sólo “los más elevados”, es propio de la enfermedad espiritual, el quietismo, el gnosticismo, la enfermedad zen.
De ahí, la necesidad de la pertenencia a la iglesia para un cristiano que quiera vivir un camino espiritual auténtico y, de ahí, la necesidad de que los nuevos caminos que surgen dentro y fuera de la Iglesia movidos por el Espíritu acepten las normas que rigen en la comunidad a la que pertenecen y deseen ser acompañados, corregidos y también enriquecidos por los que ejercen el servicio de la autoridad en la comunidad, en la Iglesia. Eso, por supuesto, no supone una aceptación ciega o una renuncia a nuestra personalidad, en las comunidades hay una pluralidad legítima de posiciones y, a veces, hasta enfrentamientos pero hay un "minimum" que define nuestra pertenencia o no a una tradición espiritual, a la Iglesia). En la Iglesia nos quitamos el sombrero, no la cabeza, como a veces hacen los que caen en otra enfermedad espiritual: el fundamentalismo religioso.
Cualquier camino espiritual nuevo, que se considere por encima de las tradiciones espirituales y afirme que las religiones y comunidades espirituales no son más que instrumentos para alcanzar esos estados interiores “especiales” ,no viendo esa dimensión comunitaria esencial y necesaria, superior e imprescindible, en la vivencia de la espiritualidad, ha caído en la enfermedad zen o el gnosticismo, es una experiencia incompleta, acosada de narcisismo espiritual. Aquellos que reducen la religión a una mera creencia, a decir amen a todo sin tener una fe personal y experiencial, caen en otra enfermedad: el infantilismo y el integrismo, otra forma de narcisismo e inmadurez al creer que sólo es válida su manera de vivir y entender la tradición a la que pertenecen, apropiándose de ella y combatiendo otras formas válidas y legítimas de vivir la misma tradición.
Así es José Antonio. Pienso y siento lo mismo. Muy útil también para nuestra pequeña Fraternidad. Veré de recomendarlo.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por estos aportes que son actuales y a todos nos sirven.
Totalmente de acuerdo José Antonio. El camino es la unidad, lo miremos por donde lo miremos.
ResponderEliminarLa apertura a nuevas formas no es más que una forma de llegar al mundo y que el mundo nos sienta dentro suya. Tal como indicas... hay que tener claro qué buscamos y cómo lo hacemos... no vaya a ser que las formas terminen condicionando en fondo y perdamos la brújula.
Un abrazo fraterno :)
Muchas gracias hermanos por vuestros amables comentarios, efectivmente no podemos cerrarnos ni "perder el norte", un sano equilibrio, dinámico y estable, es siempre lo mejor.
ResponderEliminarEn comunión, un abrazo.