Javier Melloni
Teólogo
En estos sesenta años el papel de la religión en nuestro país ha pasado por tres etapas claramente diferenciables: desde su relevancia social con oscuras alianzas con el poder (década de los 50 y 60) a su rechazo por parte de una sociedad emancipada y secularizada (década de los 70 y 80) hasta un retorno inesperado de lo sagrado (años 90 y primera década del tercer milenio). Este retorno no es una vuelta a atrás porque contiene formas antiguas y nuevas al mismo tiempo, con una marcada polaridad: por un lado, los fundamentalismos, vinculados al pathos identitario, y por otro, la emergencia de lo espiritual, que busca desprenderse de los marcos religiosos tradicionales.
El primer polo es inevitable que se presente porque, en un momento de pluralidad y pérdida de referentes, emerge la necesidad de pertenencia, uno de los instintos básicos del ser humano.
Las religiones son marcos de sentido y los vínculos que crean entre los que comparten las mismas creencias y celebran los mismos ritos calman la ansiedad que provoca la intemperie. Es natural que, en tanto que donadoras de sentido, las religiones se conviertan en lugares cálidos –y a la vez inegociables–de refugio cuya delimitación territorial y cosmovisional permite sobrevivir en tiempos de globalidad y fragmentación.
Con la misma fuerza se da el otro polo: asistimos a un despertar de la espiritualidad y de la interioridad sin religión, fuera de los marcos unívocos de creencias, normas y ritos. La diversidad interreligiosa y transconfesional –o posconfesional– hace que las demarcaciones tradicionales ya no sean significativas para muchos.
Entre ambas corrientes se halla un sector de creyentes que aman las raíces que les nutren sin caer por ello en rigideces, y que tantean con prudencia y a la vez con perplejidad lo plural y lo nuevo que se abre ante ellos.
Es natural que la religión, como dimensión integral de la condición humana, recoja las diversas situaciones existenciales y sociológicas de cada generación.
Más allá de estas tres tendencias, lo que hay que discernir en las actuales manifestaciones religiosas es en qué medida refuerzan las tendencias regresivas y más primarias del ser humano vinculadas con la supervivencia –individual o grupal–, y en qué medida ayudan a abrir a dimensiones más profundas de uno mismo y de la colectividad hacia
estados ascendentes de consciencia.
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