“La Caridad en el verdad, de la que Jesús se ha hecho testigo” es “la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de cada persona y de la humanidad entera”: inicia así, Caritas in veritate, Encíclica dirigida al mundo católico y a “todos los hombres de buena voluntad”. En la Introducción, el Papa recuerda que “la caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia”. Por otro lado, dado “el riesgo de entenderla mal, de excluirla de la vivencia ética”, va conjugada con la verdad. Y advierte: “Un Cristianismo de caridad sin verdad puede ser fácilmente cambiado por una reserva de buenos sentimientos, útiles para la convivencia social, pero marginales”. (1 – 4)
El desarrollo tiene necesidad de la verdad. Sin ella, afirma el Pontífice, “la acción social cae en el dominio de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores de la sociedad”. (5) Benedicto XVI se detiene sobre dos “criterios orientadores de la acción moral” que se derivan del principio “caridad en la verdad”: la justicia y el bien común. Todo cristiano está llamado a la caridad a través de una “vía institucional” que incida en la vida de la polis, del vivir social. (6-7) La Iglesia, afirma, “no tiene soluciones técnicas para ofrecer”, pero tiene “una misión de verdad que cumplir” para “una sociedad a la medida del hombre, de su dignidad, de su vocación”. (8-9)
El primer capítulo del documento está dedicado al Mensaje de la Populorum Progressio de Pablo VI. “Sin la perspectiva de una vida eterna – advierte el Papa – el progreso humano en este mundo permanece privado de respiración”. Sin Dios, el desarrollo es negado, “deshumanizado”. (10-12) Pablo VI, se lee, afirmó “la imprescindible importancia del Evangelio para la construcción de la sociedad según la libertad y la justicia”. (13) En la Encíclica Humane Vitae, el Papa Montini “indica los fuertes lazos existentes entre la ética de la vida y la ética social”. También hoy, “la Iglesia propone con fuerza esta conexión”. (14-15) El Papa explica el concepto de vocación presente en la Populorum Progressio. “El desarrollo es vocación” ya que “nace de un llamado trascendente”. Y es en verdad “integral”, subraya, cuando está “dirigido a la promoción de cada hombre y de todo el hombre”. “La fe cristiana – añade – se ocupa del desarrollo no contando en privilegios o posiciones de poder”, “sino solo en Cristo”. (16-18) El Pontífice evidencia que “las causas del subdesarrollo no son primariamente de orden material”. Están, ante todo, en la voluntad, en el pensamiento y aún más “en la falta de fraternidad entre los hombres y los pueblos”. “La sociedad siempre más globalizada – acentúa – nos hace más cercano, nos hace más hermanos”. Es preciso, entonces, movilizarse, para que la economía evolucione “hacia salidas plenamente humanas”. (19-20)
En el segundo capítulo, el Papa entra en el fondo del Desarrollo humano en nuestro tiempo. El exclusivo objetivo de la ganancia “sin el bien común como fin último – observa – amenaza con destruir la riqueza y crear pobreza”. Y enumera algunas distorsiones del desarrollo: una actividad financiera “por demás especulativa”, flujos migratorios “con frecuencia provocados” y después mal gestionados y, aún, “el aprovechamiento no regulado de los recursos de la tierra”. Ante tales problemas interconectados, el Papa invoca “una nueva síntesis humanística”. La crisis “nos obliga a reproyectar nuestro camino”. (21) El desarrollo, constata el Papa, es hoy “policéntrico”. “Crece la riqueza mundial en términos absolutos, pero aumentan las disparidades” y nacen nuevas pobrezas. La corrupción, es su pesar, está presente en Países ricos y pobres; a veces grandes empresas transnacionales no respetan los derechos de los trabajadores. Por otro lado, “las ayudas internacionales han sido frecuentemente alejadas de sus finalidades, por irresponsabilidad “de los donantes y de los beneficiarios. Al mismo tiempo, denuncia el Pontífice, “hay formas excesivas de protección del conocimiento por parte de los Países ricos, mediante una utilización demasiado rígida de los derechos de propiedad intelectual, especialmente en el campo sanitario”. (22)
Después del fin de los “bloques”, es necesario recordar, Juan Pablo II había pedido “una reproyección global del desarrollo”, pero esto “sucedió solo en parte”. Hay hoy “una renovada valoración” del papel de los “públicos poderes del Estado”, y es deseable una participación de la sociedad civil en la política nacional e internacional. Dirige después la atención a la deslocalización de producciones de bajo costo por parte de los Países ricos. “Estos procesos – es su llamado – han derivado en la reducción de las redes de seguridad social” con “grave peligro para los derechos de los trabajadores”. A ello se añade que “los recortes en el gasto social, frecuentemente promovidos por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes frente a riesgos viejos y nuevos”. Por otro lado, se verifica también que “los gobiernos por razones de utilidad económica, limitan con frecuencia las libertades sindicales”. Recuerda, por ello, a los gobernantes que “el primer capital a salvaguardar y valorizar es el hombre, la persona en su integridad”. (23-25)
En plano cultural, prosigue, las posibilidades de interacción abren nuevas perspectivas de diálogo, pero hay un doble peligro. En primer lugar, un eclecticismo cultural en el que las culturas son “consideradas sustancialmente equivalentes”. El Peligro opuesto es “el aplanamiento cultural”, “la homologación de los estilos de vida”. (26) Dirige así el pensamiento al escándalo del hambre. Falta, denuncia el Papa, “un arreglo de instituciones económicas en grado” de afrontar tal emergencia. Augura el recurso a “nuevas fronteras” en las técnicas de producción agrícola y a una ecuánime reforma agraria en los Países en vías de desarrollo. (27)
Benedicto XVI subraya que el respeto por la vida “no puede en alguna manera estar separado” del desarrollo de los pueblos. En varias partes del mundo, advierte, perduran prácticas de control demográfico que “llegan a imponer incluso el aborto”. En los Países desarrollados se ha difundido una “mentalidad antinatalista que con frecuencia se trata de transmitir a otros Estados como si fuese un progreso cultural”. Por otro lado, prosigue, hay “la fundada sospecha que a veces las mismas ayudas para el desarrollo están unidas” a “políticas sanitarias que implican, de hecho, la imposición” del control de los nacimientos. Son preocupantes las “legislaciones que prevén la eutanasia”. “Cuando una sociedad se impulsa hacia la negación y la supresión de la vida – advierte – termina por no encontrar más” motivaciones y energías “para emplearse en el servicio del verdadero bien del hombre” (28).
Otro aspecto ligado al desarrollo es el derecho a la libertad religiosa. Las violencias, escribe el Papa, “frenan el desarrollo auténtico”, y ello “se aplica especialmente al terrorismo de naturaleza fundamentalista”. Al mismo tiempo, la promoción del ateísmo por parte de muchos Países “contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos, substrayéndoles recursos espirituales y humanos”. (29) Para el desarrollo, prosigue, sirve la interacción de los diversos niveles del saber armonizados por la caridad”. (30-31) El Papa espera, por tanto, que las decisiones económicas actuales continúen “persiguiendo como prioridad el objetivo del acceso al trabajo” para todos. Benedicto XVI pone en guardia ante una economía “del corto y tal vez brevísimo plazo” que determina “el rebajamiento del nivel de tutela de los derechos de los trabajadores” para hacer adquirir a un País “mayor competitividad internacional”. Por esto, exhorta a una corrección de las disfunciones del modelo de desarrollo como lo pide hoy también “el estado de salud ecológica del planeta”. Y concluye con la globalización: “Sin la guía de la caridad en la verdad, este empuje planetario puede concurrir a crear daños desconocidos hasta ahora y nuevas divisiones”. Es necesario, por tanto, “un compromiso inédito y creativo”. (32-33)
Fraternidad, Desarrollo económico y sociedad civil es el tema del tercer capítulo de la Encíclica, que se abre con un elogio de la experiencia del don, con frecuencia no reconocida “a causa de una visión solo productivista y utilitarista de la existencia”. La convicción de una autonomía de la economía de las “influencias de carácter moral – evidencia el Papa – ha impulsado al hombre a abusar del instrumento económico de manera hasta destructiva”. El desarrollo, “si quiere ser auténticamente humano”, debe en cambio “dar espacio al principio de gratuidad”. (34) Esto vale de modo particular para el mercado.
“Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca – es su llamado – el mercado no puede plenamente cumplir la propia función económica”. El mercado, afirma, “no puede contar solo consigo mismo”, “debe procurar energías morales de otros sujetos” y no debe considerar a los pobres un “fardo, sino un recurso”. El mercado no debe convertirse en “lugar del atropello del fuerte sobre el débil”. Y añade: la lógica mercantil debe “conducir a la consecución del bien común del que debe hacerse cargo también, y sobretodo, la comunidad política”. El Papa precisa que el mercado no es negativo por naturaleza. Por tanto, a ser llamado en causa es el hombre, “su conciencia moral y su responsabilidad”. La actual crisis, concluye el Papa, muestra que los “tradicionales principios de la ética social” – transparencia, honestidad y responsabilidad – “no deben ser descuidados”. Al mismo tiempo, recuerda que la economía no elimina el papel de los Estados y tiene necesidad de “leyes justas”. Retomando la Centesimus Annus, indica la “necesidad de un sistema con tres sujetos”: mercado, Estado y sociedad civil, y alienta a una “civilización de la economía”. Sirven “formas económicas solidarias”. Mercado y política necesitan “de personas abiertas al don recíproco”. (35-39)
La crisis actual, anota, pide también “profundos cambios” para la empresa. Su gestión “no puede tener en cuenta sólo los intereses de los propietarios”, sino “debe también hacerse cargo” de la comunidad local. El Papa hace referencia a los gerentes que con frecuencia “responden solo a las indicaciones de los accionistas”, e invita a evitar un empleo “especulativo” de los recursos financieros. (40-41)
El capítulo se concluye con una nueva valoración del fenómeno de la globalización, de no entender solo como “proceso socio-económico”. “No debemos ser víctimas, sino protagonistas – exhorta – procediendo con raciocinio, guiados por la caridad y la verdad”. A la globalización le sirve “una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia” capaz de corregir sus disfunciones”. Hay, añade, “la posibilidad de una gran redistribución de las riquezas”, pero la difusión del bienestar no se frena “con proyectos egoístas, proteccionistas”. (42)
En el cuarto capítulo, la Encíclica desarrolla el tema del Desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, ambiente. Se nota, observa, “la reivindicación del derecho a lo superfluo” en las sociedades opulentas, mientras falta alimento y agua en ciertas regiones subdesarrolladas. “Los derechos individuales desvinculados de un cuadro de deberes”, afirma, “enloquecen”. Derechos y deberes, precisa, remiten a un cuadro ético. Si, en cambio, “encuentran el propio fundamento solo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos” pueden ser “cambiados a cada momento”. Gobierno y organismos internacionales no pueden olvidar “la objetividad y la indisponibilidad” de los derechos. (43) A este respecto, se detiene en las “problemáticas conexas con el crecimiento demográfico”. Es “incorrecto”, afirma, “considerar el aumento de la población como una causa primaria del subdesarrollo”. Reafirma que la sexualidad no se puede “reducir a un mero hecho hedonístico y lúdico”. Ni se puede regular la sexualidad con políticas materialistas “de forzada planificación de los nacimientos”. Subraya que “la apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica”. Los Estados, escribe, “están llamados a realizar políticas que promuevan la centralidad de la familia”. (44)
“La economía – afirma una vez más – tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de cualquier ética sino de una ética amiga de la persona”. La misma centralidad de la persona, afirma, debe ser el principio guía “en las intervenciones para el desarrollo” de la cooperación internacional, que deben siempre involucrar a los beneficiarios. “Los organismos internacionales – exhorta el Papa – deberían interrogarse sobre la real eficacia de sus aparatos burocráticos”, “con frecuencia muy costoso”. Resulta que a veces, constata, “los pobres sirven para mantener con vida dispendiosas organizaciones burocráticas”. De aquí la invitación a una “plena transparencia” sobre los fondos recibidos. (45-47).
Los últimos párrafos del capítulo están dedicados al ambiente. Para el creyente, la naturaleza es un don de Dios para usar responsablemente. En tal contexto, se detiene sobre las problemáticas energéticas. “El acaparamiento de los recursos” por parte de Estados y grupos de poder, denuncia el Pontífice, constituyen “un grave impedimento para el desarrollo de los Países pobres”. La comunidad internacional debe, por tanto, “encontrar caminos institucionales para disciplinar el aprovechamiento de los recursos no renovables”. “Las sociedades tecnológicamente avanzadas – añade – pueden y deben disminuir la propia necesidad energética”, mientras debe “avanzar la investigación sobre energías alternativas”.
En el fondo, exhorta el Papa, “es necesario un cambio efectivo de mentalidad que induzca a adoptar nuevos estilos de vida”. Un estilo que hoy, en muchas partes del mundo “está inclinado al hedonismo y al consumismo”. El problema decisivo, prosigue, “es la complexiva capacidad moral de la sociedad”. Y advierte: “si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural”, la conciencia humana termina por perder los conceptos de ecología humana” y de ecología ambiental. (48-52)
La colaboración de la familia humana es el corazón del quinto capítulo, en el que Benedicto XVI evidencia que “el desarrollo de los pueblos depende sobretodo del reconocimiento de ser una sola familia”. De allí que, se lee, la religión cristiana puede contribuir al desarrollo “solo si Dios encuentra un puesto también en la esfera pública”. Con “la negación del derecho a profesar públicamente la propia religión”, la política “asume un rostro opresivo y agresivo”. Y advierte: “en el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo” entre la razón y la fe. Ruptura que “comporta un costo muy grande para el desarrollo de la humanidad”. (53-56)
El Papa hace referencia al principio de subsidiaridad, que ofrece una ayuda a la persona “a través de la autonomía de los cuerpos intermedios”. La subsidiariedad, explica, “es el antídoto más eficaz contra toda forma de asistencialismo paternalista” y es más adecuada para humanizar la globalización. Las ayudas internacionales, constata, “pueden a veces mantener un pueblo en estado de dependencia”, por esto van erogados involucrando a los sujetos de la sociedad civil y no solo los gobiernos. “Con frecuencia”, en efecto, “las ayudas son versadas para crear solo mercados marginales para los productos” de los Países en vías de desarrollo. (57-58) Exhorta, por tanto, a los Estados ricos a “destinar mayores cuotas” del Producto Interno Bruto para el desarrollo, respetando los compromisos adquiridos. Y augura un mayor acceso a la educación y, aún más, a la “formación completa de la persona” afirmando que, cediendo al relativismo, se convierte en más pobre. Un ejemplo, escribe, nos es ofrecido por el fenómeno perverso del turismo sexual. “Es doloroso constatar – observa – que se desarrolla con frecuencia con el aval de los gobiernos locales, con el silencio de aquellos de donde proviene los turistas y con la complicidad de tantos operadores del sector”. (59-61)
Afronta, pues, el fenómeno “periódico” de las migraciones. “Ningún País, por sí solo, - es su llamado – puede creerse en grado de hacer frente a los problemas migratorios”. Todo migrante, añade, “es una persona humana” que “posee derechos que deben ser respetados por todos y en toda situación”. El Papa pide que los trabajadores extranjeros no sean considerados como una mercancía y evidencia el “nexo directo entre pobreza y desempleo”. Invoca un trabajo decente para todos e invita a los sindicatos, distintos de la política, a dirigir su mirada hacia los trabajadores de los Países donde los derechos sociales son violados. (62-64)
La finanza, repite, “después de su mal uso que ha dañado la economía real, regrese a ser un instrumento orientado” al desarrollo. Y añade: “Los operadores de las finanzas deben redescubrir el fundamento propiamente ético de su actividad”. El Papa pide, además, “una reglamentación del sector” para dar garantías a los sujetos más débiles. (65-66)
El último párrafo del capítulo lo dedica el Pontífice “a la urgencia de la reforma” de la ONU y “de la arquitectura económica y financiera internacional”. Urge “la presencia de una verdadera Autoridad política mundial” que se atenga “de manera coherente a los principios de subsidiariedad y de solidaridad”. Una Autoridad, afirma, que goce de “poder efectivo”. Y concluye con el llamado a instituir “un grado superior de ordenamiento internacional” para gobernar la globalización. (67)
El sexto y último capítulo está centrado en el tema del Desarrollo de los pueblos y la técnica. El Papa pone en guardia de la “pretensión prometéica” según la cual “la humanidad cree poderse recrear valiéndose de los ‘prodigios’ de la tecnología”. La técnica, es su llamado, no puede tener una “libertad absoluta”. Evidencia como “el proceso de globalización podría sustituir las ideologías con la técnica”. (68-72) Unidos con el desarrollo tecnológico están los medios de comunicación social llamados a promover “la dignidad de la persona y de los pueblos”. (73)
El campo primario “de la lucha cultural entre el absolutismo de la tecnicidad y la responsabilidad moral del hombre es hoy el de la bioética”, explica e, Papa que añade: “La razón sin la fe está destinada a perderse en la ilusión de la propia omnipotencia”. La cuestión social se convierte en “cuestión antropológica”. La investigación con embriones, la clonación, es la amargura del Pontífice, “son promovidas por la cultura actual” que “cree haber desvelado todo misterio”. El Papa teme “una sistemática planificación eugenésica de los nacimientos”. (74-75) Se evidencia, por tanto, que “el desarrollo debe comprender un crecimiento espiritual más allá que el material”. En fin, la exhortación del Papa a tener un “corazón nuevo” para “superar la visión materialista de los acontecimientos humanos”. (76-77)
En la Conclusión de la Encíclica, el Papa subraya que el desarrollo “tiene necesidad de cristianos con los brazos elevados hacia Dios en gesto de oración”, de “amor y de perdón, de renuncia a sí mismos, de acogida al prójimo, de justicia y de paz”. (78-79)
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