
Una de las consecuencias más destacadas del Concilio Vaticano II ha sido la llamada renovación litúrgica (renovación de las formas de culto) con la que se intentó que los fieles participasen de verdad en las celebraciones.
A estas alturas puede decirse que pocos parecen satisfechos con el estado actual de la liturgia. Los más “progresistas” siguen considerando que la liturgia continúa siendo demasiado sacralizada y ritualista. Para los más “conservadores”, sin embargo, ha habido un libertinaje y demasiada “creatividad” que ha hecho que la liturgia pierda el misterio y hasta se le pierda el respeto. Para ellos, la liturgia debe estar destacadamente separada de la actividad profana (aunque teóricamente acepten la unión vida y liturgia), los rituales deben cumplirse de modo estricto, la liturgia tiene fuerza por sí misma y con esa fuerza que tiene en sí misma nos transforma. La primacía está en el culto y no en la vida, por ello, la liturgia es la actividad central de la Iglesia y debe serlo del cristiano.
Creo que esta visión es un magnífico ejemplo de lo que llamo “religiosidad sacralizada”, centrada en sí misma y no en la Vida, que se considera superior a lo profano y que cree que es ella la que le da la “energía” y la legitimidad a lo secular. La Unión que hacen estos conservadores de la Vida y la liturgia da primacía a la liturgia sobre la Vida. Por eso, lo importante para ellos es que la liturgia “esté” bien hecha, ya que de ahí vendrán los cambios en nuestra vida.
Lo curioso es que Jesús y los primeros cristianos combatieron está visión (de Jesús no se dice nunca que fuera al Templo a rezar, iba a hablar con la gente), ya presente en su época en relación con culto judío, siguiendo la tradición de los profetas del Antiguo Testamento, que denuncian reiteradamente el culto que se olvida de la justicia en la vida (el justo en el Antiguo Testamento no es el “virtuoso”, es el que defiende a los débiles y a los pobres fundamentalmente).
Para la visión cristiana plena la liturgia no sólo no se puede separar de la vida sino que no está centrada en sí misma sino en la Vida. La Vida está por encima del culto. El culto cristiano verdadero es el culto “existencial”, vivir el amor poniéndose al servicio de los otros en especial de los más desfavorecidos, no el culto litúrgico.
Ahora bien, a pesar de la crítica al culto centrado en sí mismo, los cristianos fueron conscientes de que las experiencias más importantes de la vida no se pueden expresar nada más que a través de símbolos, que para ser lo que deben ser (mediaciones) no pueden estar centrados en sí mismos sino remitir al Misterio que expresan, en el caso cristiano este Misterio está en presente en la Historia, en la Vida.
El culto cristiano haría así presente de modo simbólico el llamado Misterio Pascual (Muerte y Resurrección de Cristo) que es como los cristianos han conocido el misterio de Dios en la Historia. Dios estaría pues presente en toda la Historia, en toda la vida y en el culto se manifestaría de modo simbólico esta presencia real.
El problema empieza cuando se separa el culto del resto de la vida y se coloca por encima de ella. Quien no viva los valores del Reino, que es el modo de vivir el misterio Pascual en nosotros, en la vida cotidiana, que se olvide de que el culto dé frutos en él. El culto es eficaz en nosotros si vivimos en la vida los valores que celebramos en el culto. Si damos primacía a la vida sobre el culto.
Es fácil escuchar a los cristianos de “toda la vida” quejándose de que el participar a diario en la Eucaristía no produce los frutos “prometidos”, sintiéndose culpables o frustrados por ello. Otros han descubierto que cuando viven los valores del Reino primero en la vida cotidiana (siendo solidarios, poniéndose de verdad de parte de los pobres, siendo generadores de comunión a su alrededor pero confrontando las injusticias de modo no violento y resistente) la liturgia les llena de energía y de vida, a pesar de su lenguaje y maneras poco adecuados en ocasiones en su forma actual. Es entonces cuando la liturgia se convierte en fuente y cumbre de la experiencia cristiana como más o menos viene a decir el Concilio Vaticano II.
En definitiva, la liturgia, separada del resto de la vida no tiene “fuerza” por sí misma, de modo que una mera reforma de la liturgia si no va acompañada de una reforma de la vida de la Iglesia carece de fuerza. Por eso, cambiar sólo las formas del culto y no cambiar las estructuras eclesiales para hacerlas más cercanas a los valores del Reino (mayor compromiso con los pobres, mayor colegialidad) de poco vale.
De manera inevitable, por ello, los males que se querían combatir no han desaparecido con la renovación litúrgica. Nuestra liturgia sigue estando sacralizada en demasía (centrada en sí misma y en lo sagrado), su lenguaje es teológico y metafísico y no predominantemente social, como corresponde a un culto que no puede celebrarse sin compromiso con la justicia (con los más pobres). Por otro lado, su teología en ocasiones es más que cuestionable, presentando a Dios como justiciero, a veces, con un lenguaje violento, rechazando o discriminando a las mujeres o los homosexuales, los laicos, los divorciados, las otras religiones, etc… Todas estas imágenes falsas de Dios deberían desaparecer de nuestras lecturas y de nuestras oraciones.
Nuestra liturgia es demasiado logocéntrica y “parlanchina”, mucha palabra y poco silencio. Somos más rezadores que orantes. Parece necesaria más sencillez, más silencio, más cuerpo, más sobriedad y menos teatralidad. Recuperar un lenguaje más existencial, emocional, místico frente al lenguaje muy abstracto de la teología.
También puede verse mucho ritualismo en nuestra liturgia. Algunos acusan de devocionismo toda práctica litúrgica creativa o nueva, pues consideran que liturgia es sólo lo legislado como tal por la Iglesia institucional. Sin advertir, que el devocionismo es precisamente tener una visión sacralizada, y aislada de lo social, de la liturgia.
Naturalmente que es necesaria la creatividad y la espontaneidad en la liturgia. Las comunidades cristinas primitivas fueron muy creativas, había muchos más símbolos (sólo será en el siglo XII cuando se reducen a siete los sacramentos, antes se hablaba de muchos más) y estos se creaban según las necesidades, así como los ministerios (servicios) tanto litúrgicos como comunitarios en general. Necesitamos pues una liturgia más plural y creativa, con unos mínimos límites, claro.
Ahora bien, una liturgia más plural no se logra cambiando formas, se logra en una Iglesia más plural, como decía antes. Quizá esta pluralidad hoy en la Iglesia es la gran necesidad: que puedan convivir todas las tendencias; quizá un modo de lograrlo sería que junto a la gran iglesia institucional administradora de sacramentos en masa, pongamos el acento en una Iglesia de comunidades plurales: unas más tradicionales y otras más progresistas (éstas deberían ser la línea mayoritaria ya que son las que admiten y promocionan mejor la pluralidad en la Iglesia). Cada comunidad, junto a la liturgia común, podría ir desarrollando nuevos signos y nuevos ministerios como decía, así se iría generando ese pluralismo.
Creo que en la sociedad que vivimos, que podríamos llamar de transición entre un sistema capitalista decadente y un cambio radical posiblemente hacia un mundo más místico, socialista y democrático, el modo de estar la Iglesia es el pluralismo. El sistema capitalista genera inevitablemente el conflicto y la tensión en la sociedad, el único modo de vivir ese conflicto es el pluralismo. Hoy la Iglesia, si no quiere convertirse en una secta, o romperse en mil pedazos y además quiere contribuir a la comunión en la sociedad, debe practicar y vivir el pluralismo. El proyecto de una iglesia neoconservadora se adapta mal a este modo de estar, sólo una iglesia más progresista puede vivir bien ese pluralismo.
De todas formas, creo que no podemos quedarnos aquí, el pluralismo no puede ser el único principio en la Iglesia, la Iglesia es comunión, por tanto, debería ser más visible lo que nos une que lo que nos separa. Ya digo que creo que en la sociedad capitalista esta unidad no es posible ni deseable, ya que podría ser un uniformismo que quisiera ocultar la tensión y el conflicto que es la esencia de un sistema irracional e injusto como el nuestro.
Sólo si la sociedad va cambiando de sistema, caminando hacia formas más solidarias, democráticas y no capitalistas, sería posible encontrar menos conflicto en la sociedad y en la Iglesia y más consenso en los valores de todos. Contribuir, por tanto, a cambiar la sociedad en una dirección socialista y democrática debe ser una de las tareas de los grupos eclesiales que quieran lograr esa mayor unión en la Iglesia y en la sociedad. La Iglesia cambiará cuando cambie la sociedad. Al final, como siempre, Iglesia y sociedad, liturgia y Vida, aún teniendo en ocasiones una relación dialéctica, no pueden separarse.