Tomado de http://www.feadulta.com/Ev-EML_la-religion-mitica.htm
Evangelio de Marcos 16, 9-20.
Jesús se aparece a María Magdalena
(Jn. 20. 11-18)
16:9 Habiendo, pues, resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, apareció primeramente a María Magdalena, de quien había echado siete demonios.
16:10 Yendo ella, lo hizo saber a los que habían estado con él, que estaban tristes y llorando.
16:11 Ellos, cuando oyeron que vivía, y que había sido visto por ella, no lo creyeron.
Jesús se aparece a dos de sus discípulos
(Lc. 24.13-35)
16:12 Pero después apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino, yendo al campo.
16:13 Ellos fueron y lo hicieron saber a los otros; y ni aun a ellos creyeron.
Jesús comisiona a los apóstoles
(Mt. 28. 16-20; Lc. 24. 36-49; Jn. 20. 19-23)
16:14 Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado.
16:15 Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.
16:16 El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.
16:17 Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas;
16:18 tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.
La ascensión
(Lc. 24. 50-53)
16:19 Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios.
16:20 Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían. Amén.
El final del evangelio de Marcos que ha llegado a nosotros (16,9-20) es un Apéndice añadido al original que concluía en 16,8. Con elementos tomados de la tradición y de los usos de la época, ofrece una síntesis en la que intenta reflejar los comienzos de la misión cristiana que, según la distribución temporal que había hecho Lucas, se inicia tras la ascensión de Jesús.
Nos encontramos ante un texto en el que aparecen, nítidamente marcados, los rasgos más característicos de lo que es la religión mítica. Pero, antes de detenernos en ellos, será bueno decir una palabra sobre el término “mítico” en sí mismo.
Puede entenderse por “mito” el relato legendario con el que los humanos tratan de dar respuesta a los interrogantes básicos de su existencia, a la vez que ponen nombre a sus aspiraciones y sueños colectivos.
Se trata de un modo de percibir y explicar la realidad, característico de un determinado nivel o estadio de conciencia –llamado mítico-, inmediata-mente anterior al “racional”. Eso explica que, con frecuencia, se haya visto el “mito” como lo opuesto a la “razón” y, desde una arrogancia típicamente “racional”, se lo haya descalificado como “falso”.
La realidad no es tan simple. “Mito” no es sinónimo de “mentira”, ni “religión mítica” equivale a “religión falsa”. Se refieren, más bien, a una “forma de conocer”, propia de aquel nivel de conciencia, en un determinado periodo histórico. Todo lo que surgió en ese periodo, forzosamente tenía que revestir una “forma” mítica; no podía ser de otro modo.
Lo que el mito requiere de nosotros es sabiduría y humildad, dejando de lado toda arrogancia, para “rescatar” y “traducir” su contenido, como enseñanza válida, más allá del ropaje con el que viene revestida.
Con otras palabras, frente a los relatos míticos –no olvidemos que prácticamente todos los libros sagrados fueron escritos en este nivel de conciencia-, se puede caer en una doble trampa: la de tomarlos en su literalidad, como si fueran expresión de una realidad concebida tal cual como se la describe –y eso revelaría que nos hallamos aún en un nivel de conciencia mítico y premoderno-, o la de descalificarlos globalmente, tomándolos como “cuentos” irracionales y engañosos.
En ambos casos, quedamos privados de la sabiduría que contienen y que continúa siendo válida. Sabiduría que únicamente rescatamos cuando acertamos a “traducir” el mensaje en nuestro propio “idioma cultural” que se mueve en un nivel de conciencia “racional”, con atisbos ya de “transpersonal”.
Para acertar en la “traducción” de nuestro texto, necesitamos partir del conocimiento de los rasgos que caracterizan a la “religión mítica”. Fundamentalmente, son éstos:
1. idea de un Dios separado e intervencionista, que obra en el mundo de un modo más o menos arbitrario;
2. condensación de la religión en fórmulas definidas o creencias, que se consideran directamente reveladas por Dios y, por tanto, intocables;
3. convicción de ser el “pueblo elegido” de Dios y de poseer la verdad, en coherencia con el predominante e incuestionable etnocentrismo característico de este estadio;
4. conciencia, que se va desarrollando progresivamente, de ser portadores de una misión hacia todo el mundo, buscando la conversión y la consiguiente salvación de toda la humanidad.
Es justo reconocer que, en ese nivel de conciencia, la misión no se percibe ni se vive en principio como “dominación” –aunque objetivamente termine siendo así-, sino como voluntad de compartir con otros el “regalo” de la verdad y de la salvación que se cree poseer, y recibida nada menos que de Dios.
El cristianismo naciente, por el momento histórico en que surge, muestra esas características que, en el texto que leemos hoy, aparecen con nitidez.
En primer lugar, la creencia en un Dios separado queda literalmente subrayada en el modo como habla de la “ascensión al cielo… a la derecha de Dios”.
Para un lector que no confunde el “idioma” empleado con el mensaje que se busca transmitir, la “ascensión” no significa un “viaje extraterrestre”, de vuelta a algún “lugar” de donde previamente hubiera “descendido”, sino algo mucho más sencillo y no menos profundo: tras su muerte, Jesús vive en el “interior” de Dios (“a su derecha”).
Nuestros antepasados, que concebían el “cielo” como el “lugar” donde vivía Dios, sólo podían decir que Jesús “había entrado” en la vida de Dios, diciendo que había “ascendido” por encima de la bóveda celeste.
¿Qué es vivir en el “interior” de Dios? También nosotros seguimos necesitando de imágenes y metáforas para hablar de lo inefable. Nuestra mente y nuestra palabra siguen siendo absolutamente incapaces de expresar el Misterio, pero eso no debe ser obstáculo para que hagamos el esfuerzo por lograr una “traducción” más acorde con nuestro propio “idioma cultural”, si no queremos que termine siendo totalmente insignificante.
Aquellos primeros discípulos y discípulas se consideran también portadores de la verdad absoluta, hasta el punto de que aceptarla o no –en una fe que se concreta en el rito del bautismo- será motivo de salvación o de condenación.
Para empezar, parece claro que la referencia al bautismo nace de lo que empezó a ser la práctica habitual en la comunidad cristiana, pero que no son palabras que se remonten al Jesús histórico.
En el relato del envío de los discípulos por parte de Jesús, tal como recoge el propio evangelio de Marcos (6,7-11), se habla más bien de que “los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos”, es decir, a luchar contra el mal.
De todos modos, no hay duda de que aquellos primeros cristianos vivían la misión como un servicio entregado que ofrecía nada menos que la salvación eterna a quien la recibiera.
Cuando alguien se ve como portador de semejante don, se comprende que viva la misión con tanto entusiasmo como amor…, aunque no sea consciente de que aquello que entrega no es la verdad –absolutamente entendida-, sino una creencia que pretende apuntar hacia aquélla. Porque la verdad no es algo que se pueda contener en palabras y en fórmulas, sino algo que se vive.
De modo que, cuando el cuarto evangelio pone en boca de Jesús la expresión: “Yo soy la verdad”, se refiere a que dejó vivir a la Verdad en él. Pero quien vive en la verdad no separa –la verdad es unidad-, ni cae en la trampa de reducirla a una fórmula.
Trascendida la engañosa presunción de identificar “verdad” con “creencia”, podemos también “traducir” la misión de “proclamar el Evangelio al mundo entero”. No es, ciertamente, hacer proselitismo, ni creer que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. No es tampoco presumir de que nuestra verdad es más “completa” que la de quienes no comparten nuestra fe, por lo que habremos de poner los medios para “traerlos” a ella.
En la búsqueda, consciente o inconsciente, de toda la humanidad por desvelar y vivir el Misterio que somos –al que las religiones llaman “Dios”-, los cristianos mostramos un camino que tiene como referencia a Jesús de Nazaret, a quien reconocemos como aquél que ha visto y ha vivido en profundidad ese Misterio, hasta poder decir “el Padre y yo somos uno”.
Jesús es, para nosotros, quien desvela lo que somos, precisamente porque lo vive. Por eso, creer en él no significa tanto mantener unas determinadas “creencias” –siempre “mapas” incompletos que buscan señalar un territorio-, cuanto comprometerse en un trabajo personal que nos permita experimentarnos y vivirnos en la Unidad que somos.
La búsqueda compartida de toda la humanidad, esto es lo que tenemos que ofrecer, con la certeza de que, recorriendo cada cual su propio camino, acertando y errando, compartiendo y dialogando, habremos de llegar a la experiencia del Misterio que somos, y al que nuestras palabras sólo pálidamente pueden aludir.
Una última palabra: el texto termina asegurando que “el Señor actuaba con ellos”, en la no-distancia, no-separación, no-costura, que caracteriza todo lo real.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
Enrique Martinez es una persona fuera de serie, estoy de acuerdo con el en el fundamento de su idea, pero un mito es una mentira, y una falsedad, si se persiste en afirmarlo, que es lo que hace el Vaticano en la actualidad, no queriendo reconocer, que la visión actual no es la VISIÓN DE AHORA y que por lo tanto deben de correguir o dimitir de sus ideas retrogradas y falsas. como muy bien dice Dios no está separado de los hombres ,pues Cristo lo dejo claro Dios y nosotros somos la misma cosa.
ResponderEliminarUn abrazo Jose Antonio, eres genial.