Tomado de http://ruedadeprensa.ning.com/profiles/blogs/ecosocialismo-hacia-una-nueva
Las presentes crisis económica y ecológica son parte de una coyuntura histórica más general: estamos enfrentados con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización Occidental moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y acumulación de capital, en la “mercantilización de todo” (Immanuel Wallerstein), en la despiadada explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico –el calentamiento global– que pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana. Enfrentamos una crisis de civilización que demanda un cambio radical.
Ecosocialismo es un intento de ofrecer una alternativa civilizatoria radical, fundada en los argumentos básicos del movimiento ecológico, y en la crítica marxista de la economía política. Opone al progreso destructivo capitalista (Marx) una política económica basada en criterios no monetarios y extraeconómicos: las necesidades sociales y el equilibrio ecológico. Esta síntesis dialéctica, intentada por un amplio espectro de autores, desde James O’Connor a Joel Kovel y John Bellamy Foster, y desde André Gorz (en sus escritos juveniles) a Elmar Altvater, es al mismo tiempo una crítica de la “ecología de mercado”, que no desafía el sistema capitalista, y del “socialismo productivista”, que ignora la cuestión de los limites naturales.
Según James O’Connor, el objetivo del socialismo ecológico es una nueva sociedad basada en la racionalidad ecológica, en el control democrático, en la equidad social, y el predominio del valor de uso sobre el valor de cambio. Agregaría que este objetivo requiere: a) propiedad colectiva de los medios de producción –“colectiva” quiere decir propiedad pública, cooperativa o comunitaria–; b) planificación democrática que permita a la sociedad definir metas de inversión y producción; y c) una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una transformación social y económica revolucionaria.
El problema con las tendencias dominantes de la izquierda durante el siglo XX –la socialdemocracia y el movimiento comunista de inspiración soviética– fue la aceptación del modelo de fuerzas productivas realmente existente. Mientras la primera se limita a una versión reformada –a lo sumo keynesiana– del sistema capitalista, el segundo desarrolló una forma colectivista – o capitalista de Estado– de productivismo. En ambos casos, la cuestión del medio ambiente quedó descartada, o fue marginada.
Los propios Marx y Engels no ignoraban las consecuencias ambientales destructivas del modo de producción capitalista: hay varios pasajes en El capital y otros escritos que muestran esta comprensión. Creían además que el objetivo del socialismo no era producir cada vez más mercancías,sino dar a los seres humanos tiempo libre para el pleno desarrollo de sus potencialidades. De modo que ellos tienen poco en común con el “productivismo”, esto es, con la idea de que la ilimitada expansión de la producción es un objetivo en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes en sus escritos que parecen sugerir que el socialismo permitiría el desarrollo de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos a estas por el sistema capitalista. Según este enfoque, la transformación socialista solo tendría que ver con las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo para el libre desarrollo de las fuerzas productivas existentes (se suele decir que las “encadena”); el socialismo significaría sobre todo la apropiación social de estas capacidades productivas, que las pondría al servicio de los trabajadores. Para citar un pasaje del Anti-Dühring, un trabajo canónico para varias generaciones de marxistas: el socialismo permitiría “que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas que ya no admiten más dirección que la suya”.
La experiencia de la Unión Soviética ilustra los problemas que se derivan de una apropiación colectivista del aparato de producción capitalista: desde el comienzo, predominó la tesis de la socialización de las fuerzas de producción existentes. Es cierto que, durante los primeros años tras la Revolución de Octubre, pudo desarrollarse una corriente ecológica y algunas (limitadas) medidas proteccionistas fueron tomadas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de burocratización stalinista, las tendencias productivas, en la industria y la agricultura, fueron impuestas con métodos totalitarios, en tanto los ecologistas fueron marginados o eliminados. La catástrofe de Chernobil es un ejemplo extremo de las desastrosas consecuencias que tuvo la imitación de las tecnologías productivas de Occidente. Un cambio en las formas de propiedad que no sea seguido por la gestión democrática y la reorganización del sistema productivo solo puede llevar a un final terrible.
Los marxistas pueden inspirarse en lo que destacaba Marx en relación con la Comuna de Paris: los trabajadores no pueden tomar posesión del aparato del Estado capitalista y ponerlo a funcionar a su servicio. Deben “demolerlo” y reemplazarlo por una forma de poder político radicalmente diferente, democrático y no estatal.
Lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, al aparato productivo: por su naturaleza, su estructura, no es neutral, sino que está al servicio de la acumulación de capital y de la ilimitada expansión del mercado. Está en contradicción con las necesidades de protección del ambiente y de la salud de la población. Es preciso, por lo tanto, “revolucionarlo”, en un proceso de transformación radical. Esto puede significar cancelar ciertas ramas de la producción: por ejemplo, las plantas nucleares, algunos métodos masivos/industriales de pesca (responsables por el exterminio de varias especies en los mares), la tala destructiva de selvas tropicales, etcétera (¡la lista es muy larga!). En cualquier caso, las fuerzas productivas, y no solo las relaciones de producción, deben ser transformadas profundamente, comenzando por una revolución del sistema energético, reemplazando los actuales recursos –esencialmente fósiles– responsables de la contaminación y envenenamiento del ambiente, por otros renovables, como el agua, el viento y el sol. Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos modernos son valiosos, pero el sistema de producción debe ser transformado en su conjunto, y esto solo puede hacerse a través de métodos ecosocialistas, esto es, a través de una planificación democrática de la economía que tenga en cuenta la preservación del equilibrio ecológico.
Según James O’Connor, el objetivo del socialismo ecológico es una nueva sociedad basada en la racionalidad ecológica, en el control democrático, en la equidad social, y el predominio del valor de uso sobre el valor de cambio. Agregaría que este objetivo requiere: a) propiedad colectiva de los medios de producción –“colectiva” quiere decir propiedad pública, cooperativa o comunitaria–; b) planificación democrática que permita a la sociedad definir metas de inversión y producción; y c) una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una transformación social y económica revolucionaria.
El problema con las tendencias dominantes de la izquierda durante el siglo XX –la socialdemocracia y el movimiento comunista de inspiración soviética– fue la aceptación del modelo de fuerzas productivas realmente existente. Mientras la primera se limita a una versión reformada –a lo sumo keynesiana– del sistema capitalista, el segundo desarrolló una forma colectivista – o capitalista de Estado– de productivismo. En ambos casos, la cuestión del medio ambiente quedó descartada, o fue marginada.
Los propios Marx y Engels no ignoraban las consecuencias ambientales destructivas del modo de producción capitalista: hay varios pasajes en El capital y otros escritos que muestran esta comprensión. Creían además que el objetivo del socialismo no era producir cada vez más mercancías,sino dar a los seres humanos tiempo libre para el pleno desarrollo de sus potencialidades. De modo que ellos tienen poco en común con el “productivismo”, esto es, con la idea de que la ilimitada expansión de la producción es un objetivo en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes en sus escritos que parecen sugerir que el socialismo permitiría el desarrollo de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos a estas por el sistema capitalista. Según este enfoque, la transformación socialista solo tendría que ver con las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo para el libre desarrollo de las fuerzas productivas existentes (se suele decir que las “encadena”); el socialismo significaría sobre todo la apropiación social de estas capacidades productivas, que las pondría al servicio de los trabajadores. Para citar un pasaje del Anti-Dühring, un trabajo canónico para varias generaciones de marxistas: el socialismo permitiría “que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas que ya no admiten más dirección que la suya”.
La experiencia de la Unión Soviética ilustra los problemas que se derivan de una apropiación colectivista del aparato de producción capitalista: desde el comienzo, predominó la tesis de la socialización de las fuerzas de producción existentes. Es cierto que, durante los primeros años tras la Revolución de Octubre, pudo desarrollarse una corriente ecológica y algunas (limitadas) medidas proteccionistas fueron tomadas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de burocratización stalinista, las tendencias productivas, en la industria y la agricultura, fueron impuestas con métodos totalitarios, en tanto los ecologistas fueron marginados o eliminados. La catástrofe de Chernobil es un ejemplo extremo de las desastrosas consecuencias que tuvo la imitación de las tecnologías productivas de Occidente. Un cambio en las formas de propiedad que no sea seguido por la gestión democrática y la reorganización del sistema productivo solo puede llevar a un final terrible.
Los marxistas pueden inspirarse en lo que destacaba Marx en relación con la Comuna de Paris: los trabajadores no pueden tomar posesión del aparato del Estado capitalista y ponerlo a funcionar a su servicio. Deben “demolerlo” y reemplazarlo por una forma de poder político radicalmente diferente, democrático y no estatal.
Lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, al aparato productivo: por su naturaleza, su estructura, no es neutral, sino que está al servicio de la acumulación de capital y de la ilimitada expansión del mercado. Está en contradicción con las necesidades de protección del ambiente y de la salud de la población. Es preciso, por lo tanto, “revolucionarlo”, en un proceso de transformación radical. Esto puede significar cancelar ciertas ramas de la producción: por ejemplo, las plantas nucleares, algunos métodos masivos/industriales de pesca (responsables por el exterminio de varias especies en los mares), la tala destructiva de selvas tropicales, etcétera (¡la lista es muy larga!). En cualquier caso, las fuerzas productivas, y no solo las relaciones de producción, deben ser transformadas profundamente, comenzando por una revolución del sistema energético, reemplazando los actuales recursos –esencialmente fósiles– responsables de la contaminación y envenenamiento del ambiente, por otros renovables, como el agua, el viento y el sol. Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos modernos son valiosos, pero el sistema de producción debe ser transformado en su conjunto, y esto solo puede hacerse a través de métodos ecosocialistas, esto es, a través de una planificación democrática de la economía que tenga en cuenta la preservación del equilibrio ecológico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario