Tomado http://www.feadulta.com/Ev-Dolores_ESTETICA.htm
Leo en el periódico: “Muere una mujer de 36 años durante una operación de cirugía estética”. Además de lamentarlo, me entero de paso del incremento galopante de ese tipo de intervenciones en plan “estira lo arrugado, rellena lo fláccido, reduce lo celulítico...”
Freno la retahíla porque me suena de repente al himno de Pentecostés y lejos de mí complicar a esta noble publicación con una irreverencia. Agito mi disco duro bíblico por ver si encuentro alguna orientación que nos cure este alarmante síndrome de esteticitosis o bellecititis.
Aparecen inmediatamente, casi empujándose, las figuras de las matriarcas: Sara, que era “una mujer muy hermosa” (Gen 12,12), Rebeca, que era “joven y muy guapa” (Gen 24,16) y Raquel “muy esbelta y agraciada” (Gen 29,16). En comparación con semejantes monumentos, la pobre Lía “tenía los ojos lánguidos” (Gen 29,17) y, claro está, el narrador concluye: “Jacob amaba a Raquel” (Gen 29,28).
Abandono el Génesis sospechando que, si hubiera estado a su alcance, Lía se habría hecho un lifting de párpados, o se hubiera puesto lentillas verdes para competir con su hermana.
Como me he enterado también de que la incorporación masculina al quitaypon quirúrgico va en aumento, lejos ya de aquello de “el hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso”, recalo en David, “rubio, hermoso de ojos y de muy bella presencia” (1Sm 16,12).
Pero mis resabios feministas me recuerdan que, cuando se dice algo parecido de Judit (“era bella de formas y de muy agraciada presencia” Jdt 8,7), se avisa inmediatamente: “pero nadie podía decir de ella nada malo porque era muy temerosa de Dios” (Jdt 8,8). Me abstengo de explicar el significado de la observación, porque si alguien no lo ha cogido a la primera, la experiencia me dice que es inútil tratar de que lo entienda.
Paso al libro de Ester, y me regocijo con el desplante de la reina Vasti al rey Asuero, su marido, que durante un banquete espectacular y “al séptimo día, cuando ya estaba alegre por el vino, ordenó que le trajeran a la reina Vasti con su corona real (y posiblemente con nada más), para que los generales y el pueblo admirasen su belleza, porque era muy hermosa. Pero cuando los eunucos le transmitieron la orden del rey, la reina Vasti no quiso ir.” (Est 1,10-11). La historia, se veía venir, acaba en repudio y ruego a los lectores/as que no se pierdan los motivos aducidos.
Aparece en escena Ester, en medio de una orgía cosmética en el harén de Asuero “el tratamiento de belleza de las muchachas duraba doce meses: seis a base de aceite de mirra y seis con otros bálsamos y otras cremas femeninas”(Est 2,12). Menos mal que luego se porta bien y salva a los judíos amenazados.
Después de este desfile de misses del AT, dejo para otra ocasión las geniales sentencias sapienciales en torno a la belleza femenina y me acerco a Isaías: tremendo su juicio sobre las mujeres de Jerusalén, se ve que le molestaba tanto que caminaran “con el cuello estirado, guiñando los ojos, caminando con paso menudo y haciendo sonar las ajorcas de sus pies”, que les predice un final propio de esas clínicas clandestinas dedicadas a desgraciar al personal: “en vez de perfume, pondré, en vez de rizos, calva, en vez de belleza, cicatriz” (Is 3, 16.24).
Ya que estoy en Isaías, me encuentro con el Siervo de YHWH y ahí se me quitan las ganas de broma: la apariencia queda absolutamente relativizada en comparación con su solidaridad compasiva: “no había en él presencia ni hermosura que atrajera nuestra mirada...” (Is 53,2)
Ya está el puente tendido para llegar al Evangelio: “¿No comprendéis que lo que entra en el hombre desde fuera no puede contaminarlo? (Mc 7,18-23) Y Marcos continúa señalando lo “de dentro, el corazón del hombre” como el lugar secreto de donde mana todo lo bueno o lo malo.
Leo en el periódico: “Muere una mujer de 36 años durante una operación de cirugía estética”. Además de lamentarlo, me entero de paso del incremento galopante de ese tipo de intervenciones en plan “estira lo arrugado, rellena lo fláccido, reduce lo celulítico...”
Freno la retahíla porque me suena de repente al himno de Pentecostés y lejos de mí complicar a esta noble publicación con una irreverencia. Agito mi disco duro bíblico por ver si encuentro alguna orientación que nos cure este alarmante síndrome de esteticitosis o bellecititis.
Aparecen inmediatamente, casi empujándose, las figuras de las matriarcas: Sara, que era “una mujer muy hermosa” (Gen 12,12), Rebeca, que era “joven y muy guapa” (Gen 24,16) y Raquel “muy esbelta y agraciada” (Gen 29,16). En comparación con semejantes monumentos, la pobre Lía “tenía los ojos lánguidos” (Gen 29,17) y, claro está, el narrador concluye: “Jacob amaba a Raquel” (Gen 29,28).
Abandono el Génesis sospechando que, si hubiera estado a su alcance, Lía se habría hecho un lifting de párpados, o se hubiera puesto lentillas verdes para competir con su hermana.
Como me he enterado también de que la incorporación masculina al quitaypon quirúrgico va en aumento, lejos ya de aquello de “el hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso”, recalo en David, “rubio, hermoso de ojos y de muy bella presencia” (1Sm 16,12).
Pero mis resabios feministas me recuerdan que, cuando se dice algo parecido de Judit (“era bella de formas y de muy agraciada presencia” Jdt 8,7), se avisa inmediatamente: “pero nadie podía decir de ella nada malo porque era muy temerosa de Dios” (Jdt 8,8). Me abstengo de explicar el significado de la observación, porque si alguien no lo ha cogido a la primera, la experiencia me dice que es inútil tratar de que lo entienda.
Paso al libro de Ester, y me regocijo con el desplante de la reina Vasti al rey Asuero, su marido, que durante un banquete espectacular y “al séptimo día, cuando ya estaba alegre por el vino, ordenó que le trajeran a la reina Vasti con su corona real (y posiblemente con nada más), para que los generales y el pueblo admirasen su belleza, porque era muy hermosa. Pero cuando los eunucos le transmitieron la orden del rey, la reina Vasti no quiso ir.” (Est 1,10-11). La historia, se veía venir, acaba en repudio y ruego a los lectores/as que no se pierdan los motivos aducidos.
Aparece en escena Ester, en medio de una orgía cosmética en el harén de Asuero “el tratamiento de belleza de las muchachas duraba doce meses: seis a base de aceite de mirra y seis con otros bálsamos y otras cremas femeninas”(Est 2,12). Menos mal que luego se porta bien y salva a los judíos amenazados.
Después de este desfile de misses del AT, dejo para otra ocasión las geniales sentencias sapienciales en torno a la belleza femenina y me acerco a Isaías: tremendo su juicio sobre las mujeres de Jerusalén, se ve que le molestaba tanto que caminaran “con el cuello estirado, guiñando los ojos, caminando con paso menudo y haciendo sonar las ajorcas de sus pies”, que les predice un final propio de esas clínicas clandestinas dedicadas a desgraciar al personal: “en vez de perfume, pondré, en vez de rizos, calva, en vez de belleza, cicatriz” (Is 3, 16.24).
Ya que estoy en Isaías, me encuentro con el Siervo de YHWH y ahí se me quitan las ganas de broma: la apariencia queda absolutamente relativizada en comparación con su solidaridad compasiva: “no había en él presencia ni hermosura que atrajera nuestra mirada...” (Is 53,2)
Ya está el puente tendido para llegar al Evangelio: “¿No comprendéis que lo que entra en el hombre desde fuera no puede contaminarlo? (Mc 7,18-23) Y Marcos continúa señalando lo “de dentro, el corazón del hombre” como el lugar secreto de donde mana todo lo bueno o lo malo.
“No podéis dedicaros a servir a Doña Apariencia”, parece recomendarnos, “porque no os quedará tiempo para aquello que de verdad importa. Centraos allí donde está lo mejor de vosotros mismos, allí donde se esconde vuestra verdadera belleza”.
Porque además hay demasiada gente “sin figura ni belleza”, y es precisamente hacia ellos donde hay que dirigir la mirada. Aunque quede menos tiempo para el espejo...
Dolores Aleixandre RSCJ
ALANDAR
Porque además hay demasiada gente “sin figura ni belleza”, y es precisamente hacia ellos donde hay que dirigir la mirada. Aunque quede menos tiempo para el espejo...
Dolores Aleixandre RSCJ
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