¿Debemos suponer, entonces, que a Dios le resulta indiferente nuestro sufrimiento? Como El no sufre... Pero, ¿quién ha dicho que Dios no sufre? Desde luego, Platón y Aristóteles (para quienes el sufrimiento manifiesta siempre alguna imperfección), pero no la Biblia. Allí se afirma claramente que Dios sufre cuando el hombre sufre: «me da un vuelco el corazón, se me estremecen las entrañas» (Os 11, 8); «se han conmovido mis entrañas» (Jer 31, 20)... Y que nadie diga que eso son antropomorfismos, porque también son antropomorfismos las imágenes del Dios impasible que nos legó la filosofía griega.
Y es que un Dios a quien no le afectara el dolor de los hombres; a quien le resultara indiferente lo que ocurrió en Auschwitz o lo que ocurre en cada cama de hospital, no sería Dios. (Aclaremos que el sufrimiento de Dios del que habla el cristianismo no se debe a ninguna imperfección de su ser -como temían Platón y Aristóteles-, sino que es una consecuencia de su amor a los hombres. Dios no es atrapado por el sufrimiento, como nosotros, sino que se deja libremente alcanzar por él. Sufre por amor).
Entonces, si a Dios le importa tanto el sufrimiento de los hombres, ¿cómo no hace algo por evitarlo? En mi opinión, la única respuesta correcta es que hace todo lo que puede hacer... sin suprimir nuestra dignidad:
Ha puesto en nosotros la inteligencia para que, estudiando las leyes de la naturaleza, podamos vencer poco a poco los males físicos. «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla», dijo a la humanidad (Gen 1, 28).
Y nos ha redimido, llenándonos de su Espíritu, para vencer el mal moral, de forma que algún día empleemos la libertad para hacer el bien, y no para hacernos daño unos a otros. «Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para hacer el mal; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Gal 5, 13).
Es decir, Dios ha querido luchar contra el mal a través de nosotros. Recordemos otra vez el dilema de Epicuro porque ahora estamos en condiciones de contestarle: «O Dios quiere eliminar el mal -decía- pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios».
La respuesta es: En efecto, Dios no puede suprimir el mal de repente sin anular al hombre. Nos ha tomado tan en serio que sólo acepta vencer el mal cuando sea simultáneamente nuestra propia victoria.
Ese fue el descubrimiento de aquel «Job del siglo XX» creado por Lippert:
«Cual relámpago me llega ahora una ardiente luz: ¿Será éste acaso tu propósito, tu maravilloso pensamiento: Que Tú sólo cierres tus puertas para que yo abra las mías de par en par de modo que los desdichados puedan venir a mí y a cada hombre que esté dispuesto a llorar con ellos ... ? ¿Será posible que todas las puertas que quieras dejar abiertas a los pobres y desdichados las hayas puesto en el corazón de tus santos? ¿Que sean ellos quienes, por tu encargo y voluntad, y en tu nombre, recojan todas las penas y escuchen todas las oraciones? Ah, entonces debo callar; entonces la quejumbrosa pregunta que te hice se tornaría en una anonadante acusación contra mí. ¿No escuchas, pues, nuestras preces?, te he preguntado; pero debería haber dicho: ¿Escucho yo las súplicas de todas tus oraciones? ¡Padre! ¡Señor y Dios! Ya veo lo que tengo que hacer, y me espanta la tarea: Tengo que hacerte bueno».
Aunque, quizás, más que «hacer bueno» a Dios deberíamos decir «hacerle poderoso». De acuerdo con lo escrito hasta aquí podríamos afirmar que la omnipotencia es un atributo escatológico de Dios. Se hará patente al final de los tiempos. Mientras en el mundo le quede algún poder al mal, Dios no es todavía «todopoderoso»; no todo está sometido a su señorío.
Ni que decir tiene que ese «final de los tiempos» en que Dios será por fin todopoderoso es la «hora veinticinco»; o sea, la que llegará después de la última. En este mundo, por mucha inteligencia y mucho amor que derrochemos, el sufrimiento sólo podrá ser parcialmente eliminado. Incluso en la mejor de las sociedades que pudiéramos imaginar quedará siempre ese «último enemigo» que es la muerte (1 Cor 15, 26). Y, además, el menor sufrimiento de las generaciones futuras no resolvería las miserias de las generaciones anteriores.
Aunque sólo fuera considerando los sufrimientos que ya han tenido lugar descubriríamos que el mal no puede tener solución satisfactoria vistas las cosas desde la humanidad y sus aspiraciones más ambiciosas. Pero es que, como alguien ha dicho, la humanidad sin Cristo tiene tan poco sentido como una frase sin verbo (sin el Verbo).
Si intentamos ahora ver las cosas desde la mañana de Pascua adquieren otra perspectiva. Cuando Dios Padre resucitó a Jesús de entre los muertos le hizo justicia. Y aquí necesitamos recordar todas las afirmaciones paulinas sobre la incorporación de los cristianos a Cristo: Los cristianos con-sufren y con-mueren y con-resucitan; es decir, sufren, mueren y resucitan con Cristo.
Esa fuerza liberadora que la muerte y resurrección de Cristo ejercen sobre lo más oscuro de los sufrimientos de la humanidad es la que permite a los creyentes rezar aquel embolismo de la antigua misa latina que parafraseaba así la última petición del Padrenuestro: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros ... » .
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