Fragmentos de un artículo de Juan Antonio Estrada "COMUNIÓN Y COLEGIALIDAD EN LA IGLESIA EN UNA ÉPOCA DE TENSIONES Y GLOBALIZACIÓN".
Primado y colegialidad en un nuevo contexto
La globalización favorece hoy la aceptación del primado, ya que una Iglesia mundial hace más necesario garantizar la unidad. El pluralismo es enriquecedor y también conflictivo.
Esto explica la mayor predisposición de algunas iglesias no católicas para asumir el primado papal, reconociendo la validez de la teología católica que siempre ha reivindicado la necesidad de encontrar un equilibrio entre la autonomía de las iglesias particulares y el gobierno central de la Iglesia, garante de la comunión. Pero esta nueva situación, aparentemente favorable al catolicismo, ha agudizado los problemas con el papado.
Pablo VI captó la paradoja de que el ministerio petrino de unidad, que hace necesario el primado, se ha convertido hoy en el gran obstáculo para la unificación de las Iglesias. El modelo generado por la reforma gregoriana, y consolidado en Trento y en el Vaticano I, no es viable a comienzos del tercer milenio. Hay que cambiarlo para que sirva a la Iglesia, en lugar de erosionar su credibilidad.
Los cambios que producidos en el postconcilio no han sido eficaces en este sentido: se han creado estructuras sinodales, pero éstas no son permanentes ni toman decisiones (son sólo consultivas), ni son autónomas (están controladas por las congregaciones romanas). La misma internacionalidad de la Iglesia es muy limitada: incluso sínodos continentales, como el de África, se han tenido en Roma y bajo el control de la Curia, en lugar de dejar espacios a la libertad y creatividad de las respectivas iglesias.
Más que la figura de un primado, dentro de la comunión de obispos, se ha desarrollado la idea del papa como un obispo universal de la Iglesia católica. A esto ha contribuido el título de “vicario de Cristo”, que desplazó en el segundo milenio al de “sucesor de Pedro”, pasando así de una estructura eclesial sinodal, episcopal y de comunión a una monarquía absoluta del vicario de Cristo Rey.
El papado tiene dificultades para aparecer como una autoridad moral universal al verse cada vez más identificado con las corrientes más conservadoras y las instancias más tradicionales de la Iglesia. La diferente sensibilidad con que se tratan los conflictos generados por teólogos, obispos e instancias conservadoras o progresistas redunda en un desprestigio moral del papado como institución. De ahí la proliferación de movimientos contestatarios que hubieran sido impensables hace unas décadas, o la huida de muchos cristianos que no protestan, pero que emigran en silencio y reducen a un mínimo su pertenencia a la Iglesia.
Reformas institucionales en favor del pueblo de Dios
Esta falta de reforma institucional limita muchas aportaciones y novedades posconciliares.
La potenciación del laicado, la reforma de los ministerios, la impulsión de una iglesia comunitaria y la emancipación de la mujer en la Iglesia tropiezan con una estructura institucional que limita mucho el cambio.
La teología más crítica no pretende una eclesiología carismática al margen de lo institucional. Al contrario, el problema es que se quiere un cambio espiritual y moral, sin abordar el problema de las instituciones. Es decir, paradójicamente, se entiende la Iglesia desde una visión espiritual, mística e invisible, típica de las eclesiologías protestantes, sin querer abordar la necesaria transformación institucional.
Se olvida que la gracia presupone la naturaleza, y que una cosa es el primado, el episcopado o el sacerdocio ministerial, como instituciones irrenunciables de la Iglesia, y otra la configuración organizativa que han adoptado en el segundo milenio.
La estrategia inmovilista insiste en cambiar los aspectos morales y espirituales de la Iglesia, dejando intactas las instituciones. Tradicionalmente, los grupos más progresistas
defendían el carisma contra la institución. Hoy habría que insistir en la transformación institucional contra los que sólo postulan un cambio espiritual, dejando intacto el actual statu quo eclesial.
No ha habido una reforma que tradujera al campo de la organización lo que se ha vivido a nivel conciliar. Este problema ha sido decisivo en la época del postconcilio. Se ha impuesto la “minoría tradicional conciliar”, que ha copado los cargos eclesiásticos.
Hoy el catolicismo está lastrado por una institucionalización que ya no corresponde ni
a las necesidades actuales, ni a las exigencias ecuménicas, ni a la sensibilidad de los fieles. Tampoco cuenta con el consenso global de la teología. Abundan más las corrientes que impugnan el modelo vigente y proponen cambios desde un conocimiento renovado de la Escritura y de la Tradición.
La Iglesia es gobernada por una gerontocracia de mentalidad conservadora, cuando los cambios socioculturales se suceden hoy con gran rapidez e intensidad. En un contexto de cambios profundos, es necesaria una reestructuración de los ministerios y un mayor protagonismo de los laicos y las comunidades a la hora de seleccionar, formar y orientar las tareas de los ministros.
La gran tarea de catolicismo en el tercer milenio es la de llevar adelante la actualización que buscaba el Concilio y abordar la reforma institucional, insistentemente pedida en Trento y el Vaticano II, siempre con la oposición global de la curia romana y de los grupos más tradicionalistas del catolicismo.
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